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15 de Mayo,  Jujuy, Argentina
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A la memoria del Lobo Lozano coplero y cuenta cuentos

Viernes, 01 de agosto de 2014 00:00

Regresar a Tilcara y no ver al Lobo Lozano sentado en la plaza o andando lento es una forma de no haber regresado. Queda la insatisfacción de no haberlo escuchado lo suficiente pero no es cierto. Sus cuentos como sus coplas, sus bromas y sus rezongos hacen al modo en que ya vemos a Tilcara.

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Regresar a Tilcara y no ver al Lobo Lozano sentado en la plaza o andando lento es una forma de no haber regresado. Queda la insatisfacción de no haberlo escuchado lo suficiente pero no es cierto. Sus cuentos como sus coplas, sus bromas y sus rezongos hacen al modo en que ya vemos a Tilcara.

El oficio de compartir recuerdos es universal, pero en el Lobo Lozano fueron relatos de la memoria mítica y mundana de este tramito de la Quebrada protegido por el cerro Cono. En la esquina del Huasamayo y el Río Grande fue uno de los mejores cuentacuentos donde los hay harto y buenos. Recordaba con risas el placer de la renguita o esperaba que uno le de pie para hacernos caer, llamaba a gritos al carnaval para que le responda, les contaba fábulas a los niños para quienes también se vestía de Papá Noel, y en alguna Tilcara de antes que era más familiar, amanecía la radio municipal con sus bostezos, sus silencios y sus párrafos maravillosos. Era un excelente cultor de ese don inexplicado que recibimos los humanos: la palabra.

Pero de la palabra dicha, que si se encuentra algún escrito suyo podemos afirmar que es apócrifo, o que se trata de esas trampas que solía tender cuando quería confundir al oyente. El Lobo Lozano era un ferviente denostador de la palabra escrita. Si William Burroughs aseguraba que la palabra es un virus, el Lobo demostraba que su parte infecciosa era la impresa y que la oral era su antídoto. La vejez lo fue exiliando hasta que su cuerpo también se volvió recuerdo. Así nos queda la memoria de quien fuera lustrabotas nada más ni nada menos que de las botas de Tanco, hombre de Yrigoyen y de Perón que marcó los destinos de varias décadas jujeñas. Del Lobo, acaso el último tilcareño jamás evangelizado, guardo una vieja charla grabada en la que supo decirme que “en mi casa desde chiquito mi padre, mis abuelos, principalmente mis abuelos maternos, cada vez que nos querían enseñar algo tenían algún cuento, alguna fábula, alguna anécdota. Y eso ha despertado en mi el interés de saber más cosas y empecé a averiguar con los vecinos. Tenía 9 años cuando me hice narrador de cuentos en la escuela. Los otros chicos me escuchaban, los maestros me pedían que cuente cuentos”. Recordaba que “con el tiempo, después de haber viajado, de haber visto otros mundos, otras culturas, llegué a la conclusión de que todo lo que está escrito en los libros es la mitad de la historia. La historia oral siempre tiene el don de agregarle alguna cosita, de matizarla de nuevo. Entonces la hace mucho más interesante que la escrita. No es lo mismo la Blancanieves leída, que la Blancanieves contada. ¿Por qué? Porque al alma y al espíritu de la historia y del verbo lo mata la escritura”. Así afirmaba que “es por eso que han logrado dominarnos, porque el hormiguero blanco se logró expander gracias a la holografía. Acá, en vez de decir: el conejo tenía la oreja parada, se dice: el conejo paró una de sus orejitas, la otra la colocó hacia el Oeste, y lo pinta, y al pintarlo hace que la gente se fije más en los detalles, mientras que en la escritura dice: y el conejo paró la oreja. Y por generaciones de generaciones repiten: y el conejo paró la oreja, y el conejo paró la oreja”. Dijo el Lobo que “en estos últimos diez años le han dado ya la estocada fatal, y la cultura quebradeña se muere. Quedarán pequeños vestigios de música, quedarán pequeños vestigios como la copla mal cantada, que ya nadie canta en su tonada. Todas esas cosas se han perdido, y acá pasó lo mismo con lo oral: no hay enseñanza oral porque los maestros no han aprendido así, han aprendido únicamente lo que está escrito”. Y me explicaba que “el que sabe hacer una narrativa oral, narra de acuerdo a la circunstancia y al momento. Acá todavía en medio del velorio hay una carcajada, y eso es porque alguien está contando un cuento con toda la picardía y la alegría que tiene el cuento oral. Eso es lo oral, no es otra cosa que la función de florear y hacer hermoso lo que ya estaba hecho”. Dice que “en un velorio vos el cuento no lo podés contar fuerte, lo tenés que contar despacito y los signos de interrogación tienen que ser más largos, porque el ambiente se presta a eso. En una peña tenés que hablar fuerte, y no tiene que haber signos de interrogación. Esos son las maneras de narrar. La estructura y la esencia es la misma, nada más que como se le dan los matices, como se lo florea. Todos los mirlos no cantan igual, pero a nosotros nos parece que si. Hay mirlos que son más graves, hay mirlos que son más agudos, hay mirlos que no sueltan todo su trino”. Recordaba que “fui a registrar la historia oral al valle, porque me imaginaba que todavía quedaba gente que yo había conocido hacía mucho tiempo, que me había contado historias bonitas, pero vivir apartado no significa ser sabio. El hombre del valle tiene muchos más intereses intelectuales escritos que nosotros, los abuelos mantienen las leyendas pero el joven ya no. Su ambición es que por frente de su casa pase la autopista que lo lleve a Ledesma”. “Todo lo que sea memoria oral es mucho más poderoso que la memoria escrita, porque lo escrito se anquilosa. Hemos caído en lo que es la memoria de los pueblos, ¿por qué no la mataron a la memoria quechua? Porque mucha gente dice que está muerta, pero, ¿cómo estoy haciendo el cuento del Coquena? ¿Cómo sé el cuento de las máscaras de los diablos? Dicen que acá no había escritura, pero estaba en manos de los que relataban. Lo quipus eran nudos que te hacían recordar el principio y te daban la fecha. Y el relleno lo ponía el contador”.

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