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Los rostros de ángeles en la Posta de Hornillos.

Domingo, 05 de junio de 2016 01:30
<p>MENSAJE DEL CERRO. ÓLEO DEL AÑO 1964.</p>
Las salas de la Posta de Hornillos muestran parte de la historia regional, anclada en los años de la colonia y de la naciente de nuestra independencia, y su entorno y su silencio le permiten a uno trasladarse en el tiempo.
Montar allí una exposición de cuadros es una apuesta extraña. La primera sensación es de estar viendo el decorado de la época, y aunque mucho de la obra de Fulgenzi tenga el aire sacro que podía regir entonces, uno se ve obligado a detenerse en un cuadro tan de su siglo como Doña Julia, donde la mujer de luto surge de un paisaje de pinceladas impresionistas y aspiraciones abstractas.
El cuadro más viejo se llama Mensaje del Cerro y es de 1964. En ocres que pudieran recordar las ediciones de Tarja, hay tres rostros de muchachas. Las dos de la izquierda, más alejadas, nos miran. La de la derecha tiene los ojos cerrados. Podría creerse que ella es la que recibe el mensaje, cuando la primera impresión es que ellas tres lo son, pero el dibujo monocromo es sencillo y expresivo a la vez.
Como todos los otros cuadros, está firmado con su nombre y el año. Ángeles, y debe ser significativo que no ponga su apellido del mismo modo en que el resto, después del Mensaje del Cerro, mantenga su nombre pero pierda para siempre los rostros: las tres muchachas, fuertemente collas, conforme transcurren los años setenta van siendo más íconos que personas.
Su colorido jamás será realista: evita los matices de la luz aunque, extrañamente, parezca respetar los pliegues de las telas. Así como ella es Ángeles y la mujer de luto es Doña Julia, la muchacha embarazada tiene el título de "Juana espera", y los niños que adoran en el pesebre no sólo no tienen cara sino que vuelan sostenidos por el ritmo del trenzado.
Hay una mujer con una niña a su lado y una wawa en los brazos. Está enmarcada en un verde césped que nos hace pensar en el fresco de un altar. Al pie hay florcitas amarillas de cuatro pétalos, de encima caen otras acampanadas y naranjas. La niña viste vestido rosa, la madre rojo y el bebé amarillo. La niña tiene prendido al collar y la madre una hoja, los cabellos profundamente negros y las caras del liso marrón de la piel, pero el conjunto obliga a completarles el gesto.
Ese pareciera ser el tema: Ángeles, Julia, Juana, que son nombres de personas, no de familias, son sin embargo tan generales como decir: mujeres, gente. No tienen uno sino todos los rostros, y uno termina por reconocer que todos sus cuadros después de aquel de 1964, el Mensaje del Cerro, no sufren la falta como una ausencia, como un anonimato, sino como una provocación a quienes seamos los responsables de completarlos.
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Las salas de la Posta de Hornillos muestran parte de la historia regional, anclada en los años de la colonia y de la naciente de nuestra independencia, y su entorno y su silencio le permiten a uno trasladarse en el tiempo.
Montar allí una exposición de cuadros es una apuesta extraña. La primera sensación es de estar viendo el decorado de la época, y aunque mucho de la obra de Fulgenzi tenga el aire sacro que podía regir entonces, uno se ve obligado a detenerse en un cuadro tan de su siglo como Doña Julia, donde la mujer de luto surge de un paisaje de pinceladas impresionistas y aspiraciones abstractas.
El cuadro más viejo se llama Mensaje del Cerro y es de 1964. En ocres que pudieran recordar las ediciones de Tarja, hay tres rostros de muchachas. Las dos de la izquierda, más alejadas, nos miran. La de la derecha tiene los ojos cerrados. Podría creerse que ella es la que recibe el mensaje, cuando la primera impresión es que ellas tres lo son, pero el dibujo monocromo es sencillo y expresivo a la vez.
Como todos los otros cuadros, está firmado con su nombre y el año. Ángeles, y debe ser significativo que no ponga su apellido del mismo modo en que el resto, después del Mensaje del Cerro, mantenga su nombre pero pierda para siempre los rostros: las tres muchachas, fuertemente collas, conforme transcurren los años setenta van siendo más íconos que personas.
Su colorido jamás será realista: evita los matices de la luz aunque, extrañamente, parezca respetar los pliegues de las telas. Así como ella es Ángeles y la mujer de luto es Doña Julia, la muchacha embarazada tiene el título de "Juana espera", y los niños que adoran en el pesebre no sólo no tienen cara sino que vuelan sostenidos por el ritmo del trenzado.
Hay una mujer con una niña a su lado y una wawa en los brazos. Está enmarcada en un verde césped que nos hace pensar en el fresco de un altar. Al pie hay florcitas amarillas de cuatro pétalos, de encima caen otras acampanadas y naranjas. La niña viste vestido rosa, la madre rojo y el bebé amarillo. La niña tiene prendido al collar y la madre una hoja, los cabellos profundamente negros y las caras del liso marrón de la piel, pero el conjunto obliga a completarles el gesto.
Ese pareciera ser el tema: Ángeles, Julia, Juana, que son nombres de personas, no de familias, son sin embargo tan generales como decir: mujeres, gente. No tienen uno sino todos los rostros, y uno termina por reconocer que todos sus cuadros después de aquel de 1964, el Mensaje del Cerro, no sufren la falta como una ausencia, como un anonimato, sino como una provocación a quienes seamos los responsables de completarlos.

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