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Laberintos humanos. Ser un héroe

Miércoles, 22 de febrero de 2017 20:55

El hombre que, a juzgar por sus tatuajes, era el jefe de los motoqueros que dejaron sus motocicletas junto a la puerta del almacén en que compartíamos unas empanadas con Penélope, nos dijo que alguna vez fue bancario, tuvo un hijo y sintió en los ojos de su hijo el reclamo de una heroicidad.

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El hombre que, a juzgar por sus tatuajes, era el jefe de los motoqueros que dejaron sus motocicletas junto a la puerta del almacén en que compartíamos unas empanadas con Penélope, nos dijo que alguna vez fue bancario, tuvo un hijo y sintió en los ojos de su hijo el reclamo de una heroicidad.

No sé si me comprenden, dijo, pero hay veces en las que uno siente que tiene que hacer algo distinto, y yo creí que eso distinto era tatuarme los brazos, subirme a una moto y convertirme en el jefe de esta banda de motoqueros que recorren las rutas sin destino. Pese a la sorpresa y el llanto de mi esposa, me fui, nos dijo.

Pero cuando me tocó vivir el viento de la ruta en mis cabellos, y ver los paisajes más extraños que pudieran verse, comprendí que ya no tenía cerca a ese hijo que me miraba como si me reclamara un gesto heroico. Así fue que me convertí en un héroe, pero no para aquel para quien quería serlo, porque ya no lo tenía cerca.

Me aturdí de velocidad quien sabe por cuánto tiempo, y cuanto más aceleraba menos recordaba a ese niño que ya habría aprendido a nombrar mi ausencia, y hubo una curva en el camino tras la que supe que debía volver, aunque fuera tarde, pero ya no pude hacerlo porque la normalidad está bien lejos cuando uno probó eso de ser un héroe.

Entonces el motoquero tomó la mano de Penélope y le dijo que, aunque quisiera, no podría ayudarla porque era incapaz de ayudarse a sí mismo. Qué cosa extraña somos los hombres, concluyó Armando porque los sentimientos del motoquero nos habían embargado el alma.

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