La mujer, tan casta como lo parecía, se le acercó muy calma a Baldomero Cruz, le acarició los cabellos y le aseguró que ya había llegado. ¿Adónde llegué?, quiso saber el hombre. Ya venciste todos los obstáculos, ya estas a salvo, le aseguró ella pero a él no le parecía necesario. Vea, le dijo, yo no estoy yendo a ninguna parte para poder haber llegado.
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La mujer, tan casta como lo parecía, se le acercó muy calma a Baldomero Cruz, le acarició los cabellos y le aseguró que ya había llegado. ¿Adónde llegué?, quiso saber el hombre. Ya venciste todos los obstáculos, ya estas a salvo, le aseguró ella pero a él no le parecía necesario. Vea, le dijo, yo no estoy yendo a ninguna parte para poder haber llegado.
La mujer le habló de las bondades del lugar donde estaba, de los placeres que había conquistado, del dulce sueño de que gozaría, de la envidia que les produciría a los otros, porque se dice, le dijo, que el infierno es el lugar desde donde los perdidos ven a los bienaventurados.
A mí me importa un comino su envidia, le dijo Baldomero Cruz con cierta calma. Y no quiero llegar a ninguna parte, sólo quiero andar. Dejarás este cuerpo que envejece para recorrer eternamente el firmamento ya sin fin, le dijo ella pero él le dijo que no le interesaba abandonar sus tripas ni le importaba retenerlas.
¿Y qué es lo que quiere?, quiso saber la mujer ya algo alterada por la falta de alternativas que le brindaba Baldomero Cruz. Sólo quiero que me dejen andar en paz, sin coronas ni premios, sin miedos ni sustos, sin amenazas ni consuelos, solamente solo con mi andar, detrás de mi sombra, hasta que Dios mande lo contrario.
Déjese de cosas raras, le dijo la mujer, que si ni siquiera un Santo quiere ser, nada en el universo tendrá sentido ya. Si lo tiene o no lo tiene no es asunto mío, le respondió Baldomero Cruz con una sonrisa suave ante la que la mujer tan casta desapareció.