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Laberintos humanos. De espaldas

Jueves, 15 de junio de 2017 21:05

 

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El hombre estaba sentado junto al fuego pero sólo podía verle la espalda. Le dije que había recibido demasiadas advertencias de no seguirlo, y que eso no era algo habitual. Por lo general no sucede, dije y el hombre alzó los hombros. ¿Por qué será que se me presentan tantas señales que me indican detenerme?, le pregunté.

No lo sé, me dijo con mi propia voz y temí que, de volverse, entonces tuviera mi rostro. Pero no lo hizo, como si tampoco quisiera verme, y alzó una rama del suelo para echarla al fuego. Acaso sea porque no haya debido seguirme, me dijo. Será, agregué yo, o él, pero tampoco estaría tranquilo sabiendo que usted sigue aquí.

Yo no hago sino lo que debo hacer, me dijo, es a usted a quien se le advirtió que no me siguiera. Y en cuanto lo dijo se volvió lentamente para mirarme, y era como si me viera en el espejo. Dicen que son cosas que no deben verse, dijo o dije, y sentí el calor del fuego frente a mí, porque estaba sentado en el mismo lugar en el que ese hombre estaba sentado.

Sentí algo de temor que se fue rápido, como si sólo fuera el fresco de la brisa nocturna, eché una rama al fuego y luego lo apagué echándole tierra encima, me puse de pie y comencé a desandar el trecho que había andado tras sus pasos. Pronto supe que me seguía aquel perro que me había detenido en el camino, ahora como si fuera mío.

Ya andaba por terreno conocido, cerca de mi casa, pero sabía que yo no era completamente yo sino en parte aquel al que había alcanzado, junto al fuego, en la soledad de la noche del cerro.