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Laberintos humanos. Un cuento nuevo

Jueves, 22 de junio de 2017 22:47

Hasta que Armando llamó a mi puerta, abrió y se asomó para sonreír y decirme que me vista y salga rápido, que en la calle parecía estar sucediendo otro de estos cuentos. Le hice caso, total que acababa de terminar el del brujo comedor de versos, cuando no vi más que a una decena de changos jugando a la pelota.

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Hasta que Armando llamó a mi puerta, abrió y se asomó para sonreír y decirme que me vista y salga rápido, que en la calle parecía estar sucediendo otro de estos cuentos. Le hice caso, total que acababa de terminar el del brujo comedor de versos, cuando no vi más que a una decena de changos jugando a la pelota.

Eso podía suceder tanto en Tokio como en Berazategui, y carecía del color local que tantas veces se le exige a estos Laberintos, pero tanto Armando como yo y otros cinco o seis vecinos nos quedamos fascinados con el modo en que uno de ellos trataba a la pelota. La alzaba con la punta de la zapatilla, miraba al objetivo y la colocaba como con la mano.

Parecía feliz como Jaime Torres con el charango, y entonces Armando me codeó y me señaló la cabellera enrulada como si fuera la copia de un video que ya había visto tantas veces, donde se le acercaba el periodista con el micrófono y el pibe le respondía que su sueño era llegar a jugar en la selección.

Fue entonces que el nombre de Diego se escapó de mi garganta, como si fuera posible que estuviera aquí, y que estuviera de pibe, cosa que había sucedido hace casi cuarenta años. Armando se puso a mi lado y me aseguró que a veces pasabanesas cosas, pero que por el momento dejara pasar la situación para pudiéramos gozar un rato más de verlo.

Yo, de todos modos, estaba embobado con ese chico jugando a la pelota como si fuera Atahualpa Yupanqui con el encordado de su guitarra, y eso, hace mucho tiempo, ya lo había visto para emocionarme de igual modo.