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Laberintos humanos. Más allá del nombre

Martes, 25 de julio de 2017 20:06

Como a la hora ya nadie recordaba que los Rolling Stones habían tocado en el barrio, y Armando me señaló al abuelo encorvado sobre los surcos de su chacra, absorto en algún rincón de su larga memoria si es que recordaba algo desde sus ojos hundidos en la profundidad del cráneo.

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Como a la hora ya nadie recordaba que los Rolling Stones habían tocado en el barrio, y Armando me señaló al abuelo encorvado sobre los surcos de su chacra, absorto en algún rincón de su larga memoria si es que recordaba algo desde sus ojos hundidos en la profundidad del cráneo.

Su andar lento se alejaba por las calles últimas del barrio, allá donde más se parece a los valles altos en que nació, y apenas sabía saludarme levantando la cabeza si es que aparecía en la lejanía de su mirada. Iba seguido de dos gatos que actuaban como perros, excepto por no ladrar, y llevaba una bolsita de piel con hojas de coca de las que tomaba cada tanto alguna como si fuera un pájaro ya saciado de semillas.

La gente lo saludaba como a don Bartolomé, pero parecía estar más allá de los nombres. Más de una vez quise conocer su historia y temí que él mismo la haya olvidado, cuando Armando me dijo entonces que durante toda su vida ignoró que, de niño, había vivido un milagro. Otros lo publicitan en cartillas y relatos, pero don Bartolomé pensaba que era de lo más normal.

¿Cómo saber que la Virgen María no se le aparece a todos los niños?, me preguntó Armando como si fuera don Bartolomé. Por eso no lo contaba, porque creía que era como esas cosas que nos pasan a todos, como aprender a andar en bicicleta o comer naranjas, y llegó a ser muy viejito pensando así.

Lo que yo supe se lo contó una hermana suya a mi madre, y a la hermana se lo contó la abuela de ellos, a quien el niño se lo contó, dicen, para que le ayudara a entenderlo.