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Vuelven los ejércitos latinoamericanos

Sabado, 28 de septiembre de 2013 01:59

Un importante giro político experimenta América Latina: los gobiernos vuelven a recurrir a las Fuerzas Armadas para resolver cuestiones de seguridad interior. El auge del delito transnacional, especialmente del narcotráfico pero también la trata de personas y el terrorismo, desborda la capacidad de las fuerzas policiales y lleva a la utilización de efectivos militares para garantizar la seguridad ciudadana. El viraje tiene una sólida apoyatura social: en la mayoría de los países de la región, la opinión pública considera a la inseguridad urbana como el principal problema que sufren sus sociedades.

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Un importante giro político experimenta América Latina: los gobiernos vuelven a recurrir a las Fuerzas Armadas para resolver cuestiones de seguridad interior. El auge del delito transnacional, especialmente del narcotráfico pero también la trata de personas y el terrorismo, desborda la capacidad de las fuerzas policiales y lleva a la utilización de efectivos militares para garantizar la seguridad ciudadana. El viraje tiene una sólida apoyatura social: en la mayoría de los países de la región, la opinión pública considera a la inseguridad urbana como el principal problema que sufren sus sociedades.

Se trata de un cambio de enormes implicancias. A principios de la década del 80, con la apertura democrática, surgió un consenso regional que dividió tajantemente los conceptos de seguridad interior y de defensa nacional. En esta clasificación, el papel de las Fuerzas Armadas quedó circunscripto a su rol tradicional, lejos de cualquier intervención en asuntos domésticos.

Esta revisión en supone un profundo replanteo estratégico, que tiende a superar esa dicotomía entre seguridad y defensa. En el mundo globalizado, la distinción entre el “adentro” y el “afuera” se torna cada vez más borrosa. Cuando el delito rebasa los límites de las fronteras, cambian también los métodos para combatirlo, aunque dicha constatación empírica no ha sido acompañada todavía por una adecuada reformulación conceptual.

La estrategia de Washington

El camino no está exento de controversias. Sectores políticos de izquierda, grupos de defensa de los derechos humanos y personalidades del mundo cultural “progresista” denuncian que la reaparición de las Fuerzas Armadas en el escenario interno genera el riesgo de una resurrección de la abolida “doctrina de seguridad nacional” y del factor castrense como fuente de poder político.

Estos sectores alertan que esta reconsideración del rol militar coincide con una estrategia continental del Pentágono. En la décima Conferencia de Ministros de Defensa de las Américas, realizada en octubre pasado en Punta del Este, el entonces titular del Pentágono León Panetta (actual jefe de la CIA), expuso sobre “Política de Defensa del Hemisferio Occidental” y trazó los lineamientos de lo que podría caracterizarse como una “doctrina provisoria” acuñada en Washington.

Panetta señaló que hay países que se sienten desbordados por “la difusión del narcotráfico y otras formas de tráficos ilícitos, pandillas y terrorismo” y acuden a las Fuerzas Armadas. Admitió que ésta “no puede ser una solución de largo plazo”, pero anunció la disposición estadounidense a fortalecer “la capacidad de las autoridades civiles y las fuerzas del orden de los países amigos”.

Si bien en teoría esta participación militar está concebida como de carácter excepcional y estaría destinada a desaparecer una vez capacitadas suficientemente las fuerzas de seguridad de los países involucrados, ese proceso no tiene plazos predeterminados, por lo que la limitación enunciada parece más un formal enunciado de intenciones que un objetivo real.

México, Brasil y Colombia

El ejemplo más contundente de participación militar en tareas de seguridad interior fue la decisión del presidente mexicano Felipe Calderón, del cetro derechista Partido de Acción Nacional (PAN), de colocar a las Fuerzas Armadas en la primera línea de fuego contra los cárteles del narcotráfico, cuya presencia había desbordado la capacidad de respuesta de las fuerzas policiales.

El actual mandatario azteca, Enrique Peña Nieto, perteneciente al Partido Revolucionario Institucional (PRI), convalidó la determinación de su antecesor. La presencia de las Fuerzas Armadas quedó legitimada como una auténtica “política de Estado”. El hecho de que México no tenga la tradición de golpes militares que signa la historia latinoamericana diluyó las resistencias políticas de la izquierda.

Más significativa fue la iniciativa asumida en Brasil por el presidente Lula, líder y fundador del Partido de los Trabajadores (PT), surgido en la lucha contra el régimen militar que gobernó su país entre 1964 y 1985, cuando ordenó la intervención de las Fuerzas Armadas en la pacificación de las “favelas” de Río de Janeiro, controladas por el narcotráfico. Dilma Rousseff, una ex guerrillera detenida y torturada por los militares, convalidó esa medida de Lula. El hecho de que la revalorización de las Fuerzas Armadas fuera realizada por un gobierno de izquierda facilitó el consenso político.

Detrás de estos dos casos, que involucran a los dos países económica y demográficamente más importantes de América Latina, está el antecedente de Colombia, que en realidad constituyó una excepción a la regla política regional. La convergencia entre la actividad de la guerrilla militarmente más poderoso del continente, y los cárteles del narcotráfico, cuyo equipamiento fue el más importante del mundo (sólo superado recientemente por sus colegas mexicanos) convirtieron a las Fuerzas Armadas colombianas en un modelo de acción militar en materia de seguridad interior.

La idoneidad adquirida en esa tarea hizo que Colombia se erigiera en el centro de capacitación de las fuerzas de seguridad de más de cuarenta países. Desde 2005 allí se entrenaron a 13.000 efectivos policiales y militares, entre ellos 2.543 de México, 2.491 de Panamá, 1.008 de Honduras, 974 de Ecuador (aún con Rafael Correa), 592 de Perú, 153 de Brasil y 139 de la Argentina. Estados Unidos pidió a los colombianos que colaborasen en la capacitación de las nuevas fuerzas policiales de Afganistán.

De Centroamérica a Paraguay

En la Venezuela “bolivariana”, 3.000 soldados participan en las tareas de prevención del delito en los barrios periféricos de Caracas. Esa intervención se extenderá progresivamente al resto del territorio. En un discurso en la Academia Militar, Maduro advirtió que la inseguridad es el mayor problema del país, un reconocimiento elocuente en boca del sucesor de Hugo Chávez. La naturaleza del régimen venezolano, cuya raíz castrense prevalece sobre la legitimidad democrática, acalló cualquier protesta.

Más significativo políticamente es que el presidente salvadoreño Mauricio Funes, elegido en 2008 como candidato del Frente de Liberación Nacional Farabundo Martí, haya extendido por otro año el despliegue de las Fuerzas Armadas en tareas de seguridad y lo ampliara de 19 a 29 zonas del país. A falta de argumentos ideológicos para defender la medida, Funes recurrió al más crudo pragmatismo. Subrayó que las encuestas reflejan “el impacto positivo de la presencia militar en las calles”.

Pero lo que ocurre en El Salvador no es un caso aislado en Centroamérica. En Honduras, Guatemala, Panamá y hasta en la Nicaragua “sandinista” tropas de elite, con el apoyo logístico brindado desde bases militares norteamericanas, tienen directamente a su cargo la lucha contra el narcotráfico, en la llamada “Operación Martillo”.

En Paraguay, en el corazón del Cono Sur americano, el gobierno del flamante presidente Horacio Cartés, con el aval de una reforma legislativa aprobada por el Congreso, acaba de legalizar la intervención de las Fuerzas Armadas en la represión de las actividades del Ejército Popular Revolucionario (EPP).

Este replanteo de la misión de las Fuerzas Armadas latinoamericanas, impulsado por el estado de necesidad, aguarda todavía una doctrina que permita encuadrarlo en una nueva estrategia de defensa y seguridad, que trascienda la coyuntura.

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