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Francisco, de Medio Oriente a Asia

Sabado, 31 de mayo de 2014 02:38

El próximo sábado 8 de junio, en el Vaticano, el papa Francisco rezará por la paz con el presidente israelí, Shimon Peres, y con su colega palestino, Mahmoud Abbas. Este acontecimiento ratifica el significado político que tuvo el reciente periplo papal por Medio Oriente y el éxito que coronó su misión pacificadora.

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El próximo sábado 8 de junio, en el Vaticano, el papa Francisco rezará por la paz con el presidente israelí, Shimon Peres, y con su colega palestino, Mahmoud Abbas. Este acontecimiento ratifica el significado político que tuvo el reciente periplo papal por Medio Oriente y el éxito que coronó su misión pacificadora.

Por su naturaleza, el conflicto árabe-israelí es el más difícil de resolver de todas las controversias que agitan el tablero mundial. No es un diferendo sobre límites geográficos. Son dos pueblos que reclaman la misma tierra. Por el significado religioso que la cuestión tiene para ambas partes, no es tampoco una disputa física, sino una disputa metafísica. En los clásicos términos del escritor argentino Leopoldo Marechal, no es una “batalla terrestre” sino una “batalla celeste”.

Solo desde una instancia de indiscutible autoridad espiritual, capaz de contemplar esa dimensión religiosa del problema, resultaba entonces posible buscar una senda de entendimiento que la diplomacia no pudo encauzar en los últimos 65 años. No es casual que Francisco haya imaginado que, para empezar a transitar un nuevo camino, fuera necesario invitar a las partes a hacer juntos algo que en principio no parecería tener nada que ver con las prácticas diplomáticas: rezar.

Ese abrazo conjunto frente al Muro de los Lamentos que protagonizaron Francisco, el rabino Abraham Skorka y Omar Abboud, es un símbolo cargado de sentido. Culminó un camino que los tres imaginaron en Buenos Aires, practicaron durante años en la Argentina y, gracias a la elección del cardenal Jorge Bergoglio como sucesor de Benedicto XVI, proyectan hoy al escenario mundial.

En ese sentido, el cardenal Esteban Karlic, uno de los teólogos contemporáneos más importantes, tiene una hipótesis audaz. Considera que la condición de argentino, lejos de haber supuesto un obstáculo, fue un factor para la “elegibilidad” de Bergoglio. Según esa interpretación, cuando la Iglesia Católica resolvió “salir de Europa”, para asumir en plenitud su sentido “católico”, es decir universal, encontró en este cardenal del “fin del mundo”, además de sus dotes personales intransferibles, la expresión de una sociedad forjada por la integración de las más diversas corrientes culturales, entre ellas la judía y la islámica, que conviven en este “crisol de razas” con una armonía que no tienen en sus lugares de origen.

Por supuesto que este acercamiento entre israelíes y palestinos está lejos de suponer una resolución del conflicto. Pero implica un nuevo comienzo. Quienes se precian de haber tratado a Bergoglio como arzobispo de Buenos Aires, lo escucharon muchas veces decir que, cuando se trata de abordar problemas de larga data, que no pueden tener jamás una resolución en el corto plazo, lo importante es “desatar procesos”. Más que resultados inmediatos, hay que buscar cambiar la tendencia de los acontecimientos. Esto es lo que acaba de ocurrir en Medio Oriente.

Próxima estación, Asia

Pero ese protagonismo del papado de Francisco no se agota en Medio Oriente. Su próxima manifestación será el viaje a Corea del Sur, entre el 14 y el 18 de agosto. No se trata de una visita fácil. El Papa se propone realizar una convocatoria a la reunificación de la península coreana, con la incertidumbre que supone cualquier estrategia que involucre a un régimen tan hermético como el imperante en Corea del Norte.

Como sucede en Israel y Palestina, en Corea del Sur los católicos constituyen una ínfima minoría. Son el 5% de la población y representan la tercera comunidad religiosa, detrás de los budistas y los protestantes. Sin embargo, el anuncio de la presencia papal generó una enorme expectativa. El documento “Evangelii gaudium” se convirtió inesperadamente en un “best seller” en las librerías de Seúl. En un país atemorizado por el fantasma de la guerra, la visita de Francisco encendió una tenue luz de esperanza.

El cuidadoso ceremonial vaticano tiene prevista la simbología del periplo papal. El logo de la visita ilustra gráficamente la unidad de las dos coreas. Por primera vez en la historia, el cardenal de Seúl, monseñor Andrew Yeom Soo-jung, hizo una breve visita a Corea del Norte para dialogar con los católicos coreanos, para invitarlos a participar de la recepción a Francisco. Cuando fue designado cardenal Yeom Soo-jung, formuló una declaración de principios, que cobra hoy mayor vigencia: “A través de esta llamada del Señor, rezo y daré mi apoyo total a la evangelización de la Iglesia en Asia, particularmente en China y en Corea del Norte”.

Porque corresponde señalar que, con toda la importancia intrínseca que tiene la intervención papal en el conflicto coreano, el motivo oficial de la visita a Corea del Sur es la realización de la Jornada de la Juventud Asiática. Corea del Sur se convierte en la puerta de entrada de Francisco al continente asiático, protagonista central del escenario mundial del siglo XXI, cuyo epicentro es China, que es el gran desafío estratégico que afrontará la Iglesia Católica en las próximas décadas.

Punto de llegada: China

El Papa jesuita tiene presente la experiencia de la Compañía de Jesús en China y el rol estelar que cumplió Matteo Ricci, aquel sacerdote que hace cuatro siglos se erigió en consejero del Emperador y abrió durante una época el camino de la evangelización del país más poblado del planeta. De hecho, el nombre de Francisco que Bergoglio escogió para su pontificado, además de evocar al santo de Asís, rememora a San Francisco Javier, uno de los lugartenientes de San Ignacio de Loyola, mentor de Ricci, que murió poco antes de ingresar a territorio chino.

En 2010, al cumplirse cuatrocientos años del fallecimiento del sacerdote jesuita, la televisión estatal china recordó que “Ricci fue la primera personalidad extranjera en ganar la confianza del pueblo chino y en inspirar su curiosidad sobre el mundo occidental”. Con la ansiedad propia de una “asignatura pendiente” durante cuatro siglos, los jesuitas están listos para retomar esa tradición evangelizadora.

El estilo pastoral de la compañía, centrado en la inculturación de la fe, reivindica la obra de Ricci, quien se convirtió en un experto en Confucio para impulsar un inédito sincretismo cultural entre la fe católica y las ancestrales tradiciones chinas, una prédica heterodoxa que despertó resistencias en Roma. La diferencia es que con Francisco y su énfasis en la “cultura del encuentro”, reflejada en Medio Oriente, esas resistencias dogmáticas han desaparecido.

Al mismo tiempo, la sociedad china atraviesa una época de prodigiosas transformaciones culturales. Es el país del mundo donde se producen mayor cantidad de conversiones religiosas, desde el cristianismo hasta el Islam. Millones de chinos siguen las homilías de Francisco por Internet. Un estudio de la revista Zheng Ming, editada en Hong Kong, consigna que el 20% de los afiliados al Partido Comunista adhieren a alguna creencia religiosa.

Si algo tienen en común el Vaticano y China es su visión de largo plazo. La estrategia de Francisco de “desatar procesos” encuentra en este escenario una oportunidad propicia. No resulta tan difícil imaginar que, en un país que tiene hoy 1.350 millones de habitantes, antes de que finalice el siglo XXI puedan habitar en China 300 millones de católicos, lo que convertiría al país asiático en la mayor población católica del planeta.

Conviene advertir que un acontecimiento semejante no solo impactará profundamente en China, sino que también transformará a la propia Iglesia Católica.

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