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¿Un eje Washington- Teherán?

Sabado, 21 de junio de 2014 01:50

Benjamín Disraeli, legendario primer ministro inglés, sostenía que “los países no tienen amigos ni enemigos permanentes, tienen intereses permanentes”. Aquel viejo axioma cobró más vigencia que nunca en función de lo que sucede hoy alrededor de Irak y de Siria. El presidente Barack Obama señaló que no enviaría tropas estadounidenses para frenar el incontenible avance del Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL), un ejército de fundamentalistas islámicos de origen sunita que acosan al gobierno chiita encabezado por Nuri al Maliki. Su colega iraní, Hasán Rouhaní, ofrece a Washington cooperar con las actuales autoridades de Bagdad.

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Benjamín Disraeli, legendario primer ministro inglés, sostenía que “los países no tienen amigos ni enemigos permanentes, tienen intereses permanentes”. Aquel viejo axioma cobró más vigencia que nunca en función de lo que sucede hoy alrededor de Irak y de Siria. El presidente Barack Obama señaló que no enviaría tropas estadounidenses para frenar el incontenible avance del Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL), un ejército de fundamentalistas islámicos de origen sunita que acosan al gobierno chiita encabezado por Nuri al Maliki. Su colega iraní, Hasán Rouhaní, ofrece a Washington cooperar con las actuales autoridades de Bagdad.

El jefe de gobierno británico, David Cameron, anunció la reapertura de la embajada inglesa en Teherán.

Este intrincado laberinto de intereses contrapuestos, de conflictos irresueltos y de alianzas cruzadas y cambiantes tiene como telón de fondo una querella religiosa intra-islámica que se remonta nada menos que al siglo VII y se origina en la lucha por la sucesión del profeta Mahoma.

Los sunitas, que representan el 85% del mundo musulmán, y los chiitas, que nuclean a alrededor del 8%, sostienen una disputa histórica que no conoce de treguas ni de negociaciones.

Las dimensiones de este enfrentamiento son frecuentemente subestimadas por los analistas occidentales, acostumbrados a percibir al Islam como un cuerpo unificado y a distinguir a lo sumo entre moderados y fundamentalistas.

Lo cierto es que resultó posible ver al papa Francisco rezando junto a judíos y musulmanes, pero no a sunitas y chiitas ante la tumba del Profeta.

Esta secular controversia religiosa dio un salto cualitativo en 1979 con el triunfo de la Revolución Islámica en Irán.

El ascenso al poder del ayatollah Jomeini dotó a los chiitas de un estado propio, una base territorial para impulsar su expansión. Desde entonces, nunca más hubo paz en una región de por sí convulsionada.

El conflicto árabe-israelí resulta comparativamente pacífico en relación a la violencia desatada entre chiitas y sunitas en el mundo islámico.

La primera vuelta

La guerra entre Irak e Irán, desde 1980 hasta 1988, fue la contienda

bélica más sangrienta desde la segunda guerra mundial. Irán es el único país islámico monolíticamente chiita e Irak es el único con mayoría chiita. El régimen de Sadam Hussein, laico y apoyado en la minoría sunita, percibió amenazada su estabilidad por el encumbramiento de Jomeini y resolvió enfrentarlo.

Estados Unidos y las potencias occidentales vieron en esa instancia una oportunidad propicia y sin costo alguno para frenar la temida expansión iraní. Para ello, apoyaron bajo cuerda a Bagdad en una conflagración que terminó en un empate catastrófico, en el que ambas partes perdieron pero sus respectivos gobernantes reforzaron su poder interno.

Paradójicamente, ese fortalecimiento interno de Hussein alentó la invasión iraquí a Kuwait en 1990, que originó la primera guerra del Golfo. Pese a su fervoroso anti-norteamericanismo, Irán se mantuvo sugestivamente neutral frente a la intervención militar estadounidense. Irán especulaba con que el derrocamiento de Hussein permitiría a sus correligionarios chiitas hacerse del poder.

Esa fue la razón que determinó que, una vez liberada Kuwait, George Bush padre detuviese la ofensiva de las tropas aliadas sobre Bagdad.

Cuando se sintió a salvo, Hussein aprovechó para perpetrar una feroz masacre que abortó la incipiente revuelta chiita, alentada por Teherán y, pese a la derrota militar, retuvo el poder por otros trece años.

El ballotage

Pero lo que no sucedió con la primera guerra del Golfo ocurrió con la segunda. George W. Bush no siguió la ruta de su padre. En medio de la conmoción de la opinión pública norteamericana por los atentados en Nueva York y Washington, que fueron perpetrados por Al Qaeda (una formación terrorista de origen sunita y no chiíta), Bush hijo resolvió terminar con Hussein sin reparar en los costos ulteriores de la operación, aunque muchos advirtieran que el colapso del régimen del Partido Baath generaría un vacío de poder que podía ser capitalizado por los fundamentalistas chiitas respaldados por Irán.

Una vez retiradas las tropas estadounidenses, aquella advertencia empezó a tomar cuerpo. El actual gobierno iraquí es una coalición bastante heterogénea en la que participan los sectores más radicalizados de la comunidad chiíta. El propio Al Maliki vivió largos años exiliado en Teherán. La minoría sunita, privilegiada en tiempos de Hussein, pasó a sentirse discriminada y hasta perseguida.

En este contexto, ocurrió lo inesperado. Los sunitas iraquíes, que habían sido el sostén del derrocado Partido Baath, dejaron el laicismo para abrazar el fundamentalismo religioso. Ese fue el origen del EIIL, cuyo líder, Abu Bakr Al-Baghdadi, iraquí de 43 años, formado en las brigadas islámicas que combatieron en Afganistán, ganó un predicamento propio suficiente como para emanciparse de Ayman al-Zawahiri, el médico egipcio que asumió la jefatura de Al Qaeda tras la muerte de Osama Bin Laden en Pakistán.

El mayor acierto estratégico de Al- Baghdadi fue haber impulsado la articulación operativa entre el levantamiento de la minoría sunita en Irak contra el gobierno chiíta y la sublevación de la mayoría sunita en Siria contra el régimen de Bashar Al Assad, basado en la minoría alawita, a la que pertenece sólo el 10% de la población siria.

En el mundo islámico, los alawitas son primos hermanos de los chiítas.

Por ello, Bagdad respalda a Al Assad. La rebelión popular siria, originada en la “primavera árabe”, y al principio apoyada por Occidente por sus banderas democráticas, fue paulatinamente copada por el fundamentalismo musulmán sunita, asociado a Al Qaeda. La primitiva oposición laica a Al Assad fue anulada no tanto por la represión gubernamental como por los propios brigadistas islámicos.

El EIIL, creado en Irak, se extendió rápidamente a Siria, borró las fronteras entre los dos países y unificó en la práctica ambos conflictos. Sus efectivos se vieron engrosados por varios miles de combatientes extranjeros provenientes del norte de África y de Europa.

Charlie Cooper, directivo de la Quilliam Foundation, un grupo de expertos radicados en Londres dedicado a monitorear la radicalización islámica, señaló que “el EIIL está eclipsando rápidamente a Al Qaeda como bestia negra de la política internacional”.

Paradójicamente, este avance del fundamentalismo sunita, primero en Siria y ahora en Irak, hizo que el régimen chiíta de Irán encontrara un punto de contacto con Estados Unidos. También acercó al gobierno sirio con el iraquí: Al Assad y Al Maliki descubrieron un enemigo común. Por imperio de aquella lógica clásica de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, Washington y Teherán se convierten en inesperados socios. Este giro preocupa a Arabia Saudita, custodia de la tradición y la ortodoxia sunita, y a las demás monarquías petroleras del Golfo Pérsico, recelosas de la expansión iraní.

No obstante, se trata de un equilibrio extremadamente inestable. La experiencia histórica revela que cuando existen problemas que no tienen solución a la vista, empeñarse en la búsqueda de una solución definitiva puede resultar contraproducente.

En esas circunstancias, no se trata de resolver el problema sino de sobrellevarlo. Esa es la situación que afronta Estados Unidos en Irak. Obama lo sabe.

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