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Carlo Defrancesco: “La gente de antes era unida y se quería más”

Domingo, 27 de octubre de 2013 02:01

Un lugar de encuentro, para empezar. Y la tacita de café, muchas veces, la excusa para esa reunión grata, para hablar de la vida o para resolver un asunto de trabajo o animarse, por fin, a una declaración de amor. Escenario de peleas y reconciliaciones, acuerdos y acaloradas discusiones sobre política, relaciones y cotidianeidades. Todo es un café y el de Rivadavia esquina Mitre es uno de los más pintorescos de la ciudad.

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Un lugar de encuentro, para empezar. Y la tacita de café, muchas veces, la excusa para esa reunión grata, para hablar de la vida o para resolver un asunto de trabajo o animarse, por fin, a una declaración de amor. Escenario de peleas y reconciliaciones, acuerdos y acaloradas discusiones sobre política, relaciones y cotidianeidades. Todo es un café y el de Rivadavia esquina Mitre es uno de los más pintorescos de la ciudad.

Afuera llueve. Es jueves a la tarde y Carlo Defrancesco siente que el agua le trae bienestar. Tiene 81 años y es el dueño de ese café, Los Tribunales, desde hace casi 60 años. Es la hora de la siesta y todavía quedan muchas mesas libres. La cafetera ya está lista. Tiene todo lo que necesita para hacer su trabajo. Es italiano, de un pueblito muy frío, Trento, cerca de Los Alpes, pero la vida lo trajo hasta Salta cuando tenía 21 años y hoy, rodeado de cerros y acostumbrado al clima tropical, se siente más salteño que tano.

Todos los días madruga para abrir el boliche y llega a Los Tribunales en bicicleta. Es canchero don Carlo, diga si no.

Adentro todo luce como en los ‘50. Hay, en las paredes, retratos de personalidades que fueron asiduos clientes del café. Enmarcada, la foto del Cuchi Leguizamón y de Juan Carlos Dávalos, Arturo Oñativia, entre tantos, tantos otros. Y para cada uno, una anécdota que don Carlo cuenta con nostalgia. También hay cuadros, viejos carteles publicitarios de “naranjada” y otras bebidas y los posters de uno de sus amores: el Club Atlético Boca Juniors.
“¿Por qué te hacen nota? ¿Te candidateás para algo en estas elecciones y no nos contaste?”, le pregunta un cliente mientras él le sirve café de la jarrita. “No, es que no estoy nacionalizado”, responde y se ríe don Carlo. “¡Vos ya sos re salteño, Carlito!”, le retruca el cliente. Carlo también lo siente así.
Sigue cayendo la lluvia y, antes de que lo haga la tarde, don Carlo hace algunas pausas para decir lo suyo desde ese lugar cálido, casi con magia, al que algunos van con la sola excusa de un cortado.

Cuénteme un poco sobre su vida, Don Carlo ¿Cómo es que llegó a nuestro país?

Llegué a Argentina en el año 51. Soy del norte de Italia, de la provincia autónoma de Trento, al pie de Los Alpes, un lugar donde no hay veranos, solo primavera e invierno, con más invierno que primavera. Muy frío.
Vine porque tenía un hermano y una hermana aquí. Llegué acá siendo menor de edad y si no me embarcaba hacia América en ese mismo momento, iba a tener que hacer el servicio militar. En el puerto, cuando estaba por viajar, otra de mis hermanas me dijo que ya habían llegado las cartas de enrolamiento, pero ya no podían retenerme, porque ya estaba en el barco, en agua internacional. En Buenos Aires me esperaba mi hermano. De ahí nos vinimos a Salta. Recuerdo que un hombre porteño al que le contamos que nos veníamos para acá en Plaza de Mayo se sorprendió y dijo: “allá todavía hay indios y la empalizada alrededor de la ciudad”. Eso pensaban.

¿Y el café?

Este café ya existía. Se había inaugurado en 1948 y tuvo dos propietarios antes. El primero fue un carnicero, Hugo Jiménez. Se cansó y se lo vendió a un señor Barrientos. Nosotros no teníamos un peso. Habíamos venido de Italia con una mano atrás y otra adelante, como dicen. Mi hermano trabajaba en la heladería Cercená, en la galería Continental y el dueño, el señor Cercená, tuvo la oportunidad de comprar el café. Lo habló a mi hermano y como yo en Italia había trabajado en otra cafetería, nos asociamos. Esto fue en el 52. Después se fue a Italia y le cambiamos a cuenta del café una propiedad que teníamos allá y nos quedamos dueños del negocio.

Y el café se convirtió en un lugar muy tradicional de la ciudad...

Sí. En el 52 nosotros reformamos el local. Cambiamos de lugar el mostrador e hicimos varios cambios. Desde ahí hasta ahora, no hubo ninguna otra reforma. ¡Solo el dueño está reformado, por los años. Tenía 22 cuando empecé y ya tengo 81! (Se ríe).

¿Cuáles anécdotas son las que más recuerda del café?

Los sábados, acá, se reunía una gran mesa ciudadana. Desde ahí hasta allá (señalando todo el ancho del salón). Eran un montón de personajes, todos clientes de aquí. Comerciantes, abogados, poetas, músicos, doctores, de toda clase. Un gran grupo de amigos.
Tengo una gran anécdota, mire. Ese señor sombrerudo de ahí, ¿lo ve?, es el Cuchi Leguizamón. Resulta que el Cuchi vivía acá a la vuelta, al frente de la Sociedad Española y un día estaban acá todos reunidos y llega él y le dice a uno de los que estaba en la mesa: “Doctor, mire a la señora le ha llegado un proveedor y no tiene plata para pagar lo que le ha traído”. “Ya voy”, respondió el doctor. Antes de irse le preguntó si no tenía para “partirle” un billete (como pidiéndole cambio). Entonces el doctor, Miguel Bartolomé Sastre, agarró el billete y lo partió (literalmente). Todos se quedaron mudos (se ríe) y yo después le di otro billete nuevo. “¡Miguel, si no es hoy, mañana, vas a pagar las consecuencias!”, le dijo el Cuchi. Después se calmaron pero porque yo le cambié el billete (no para de reír).

¿Cree que los cafés son lugares que guardan cierta magia?

Y sí. Por eso la gente va tanto. ¿Usted sabía que Argentina es el segundo lugar en el mundo en el que se toma más café? Acá se sirve el café tradicional. En esta cafetería, por ejemplo, al café con leche lo servimos en la mesa. Llevamos la tetera del café y la de la leche para que sea a gusto del cliente la proporción de cada uno.

En los cafés siempre pasan muchas cosas. Peleas, reconciliaciones, debates, de todo.

Acá, en todos los años que estuve, nunca hubo una pelea. Discusiones en voz alta sí, pero después se reconciliaban. Otra cosa es que yo, personalmente, siempre trato de atender lo más rápido posible para no estar escuchando lo que se habla en las mesas. Nunca. Para mí eso no está bien.

Imagino que en estos casi 60 años desde que usted está acá, ha visto la ciudad cambiar. ¿Cuáles son las transformaciones más trascendentales, según su opinión?

La gente. Las personas han cambiado mucho. En esa época eran mucho más amigables, más tratables. Ahora hay veces que usted saluda al cliente y no le contesta y lo mira como si uno fuera no sé qué. En esa época la economía también era distinta y la población era mucho menor, de 600 mil habitantes, hoy somos casi un millón y medio.
La gente de antes era más unida, no tan desunida como ahora. La gente se quería más, no hay vuelta que darle.
En esa época habían solo siete bares o confiterías: Los Tribunales, La City, el Jockey, La Unión, Los Chinos y el Bar Madrid. Este negocio trabajaba con tres lavacopas y tres mozos, la gente se amontonaba en la puerta esperando a que abran. Esto se llenaba y en el mostrador había siempre gente parada esperando a que alguno se levante. Ahora hay seis cafés por manzana. Hoy solo se requiere que yo venga a subir las persianas.

De todas maneras, Los Tribunales conserva bastante clientela...

Más que todo a la mañana vienen señores desde hace años. A la tarde y a la noche también, pero no tanto.
Pero, la verdad, es que creo que mi trabajo ha mermado como un cuarenta por ciento.

Nota de redacción: entran dos señores y se sientan a pocas mesas de distancia al sitio en el que se desarrolla la entrevista, frente a una ventana grande con vista a la plaza. Don Carlo aprovecha el tono tristón de la charla y se levanta a atenderlo. Sirve el café desde atrás del mostrador y regresa.

¿Cuál es el secreto de la permanencia, Carlo, hay uno?

Sí, estar enamorado del mismo lugar. No hay vuelta que darle, yo no puedo estar en la casa. Imagínese, yo tengo 81 años y cuando me toca el turno de la mañana vengo a las seis, en bicicleta. Vivo a una cuadra de la plaza Alvarado y no puedo estar. Ayer, que hacía mucho calor, no estaba muy bien pero ahora, que está más fresquito, me siento como con 30 años menos (se ríe).

Dice que está muy enamorado de este lugar, pero ¿qué es lo que más extraña o recuerda de Italia?

Extraño el mismo lugar en el que nací. No volví pero acá conocí todo el país, que es una maravilla. Lo recorrí entero en auto. En el 88 viajamos con mis hijos y mi señora, eran otros tiempos. Hasta Ushuaia fuimos. Siete mil kilómetros ida y vuelta.
Viajé solo por el país, porque el trabajo no me dejaba mucho tiempo.

Este café, particularmente, debe haber funcionado como una extensión de la Legislatura o de Tribunales, en su momento ¿no?

Durante el gobierno de Alfonsín se inauguró la Legislatura, casi todos los políticos venían a discutir aquí. Pasaron los años y actualmente ya no viene ni uno. Yo trabajé más en este negocio cuando estaban los Tribunales que ahora. Ahora vienen algunos políticos jóvenes, pero que no tienen mucha experiencia todavía. Y mejor dejémoslo ahí, porque me pongo a hablar de política y yo no quiero ofender a nadie.

¿Cómo es un día en su vida?

Mi hijo trabaja acá. Con el cambiamos los turnos cada quince días. En casa está mi hija, mi yerno, tres nietos y mi señora, con la que estoy hace más de cincuenta años, Silvia. Mi señora siempre me dice: “Carlo, ya dejate de joder perdón por la expresión- y no vayas más al café, quedate en la casa”. Yo en casa tengo mucho que hacer, porque tengo al menos cuarenta rosales. ¡Me encantan las plantas! Si no fuera por el café, me dedicaría a las plantas. También tengo un pequeño taller de carpintería. Pero me gusta más esto que la casa, me divierto más.

Nota de redacción: Llegan más clientes y don Carlo, nuevamente, se levanta a atender. No le gusta hacerlos esperar. Cuando vuelve, nos habla de otra de las cosas que disfruta mucho: el fútbol.

¿Es bostero, don Carlos?

Sí, mirá esas paredes (señala posters que cuelgan a la izquierda del mostrador). Me gusta mirar los clásicos con River.

Pero usted es europeo, Carlo, y allá se juega más lindo.

Sí, es distinto. Usted ve un partido de boca y el primer tiempo todos los jugadores corren y ganan, pero resulta que en el segundo tiempo terminan perdiendo porque ya no pueden correr más.

¿Qué es lo que más disfruta de su trabajo?

Lo que más disfruto es la clientela. Cuando hay poca gente me pongo medio intranquilo. Si hay gente para atender me divierto mucho pero, a veces, cuando son muchos de golpe, también me pongo un poco nervioso. ¡Y bue, los 81 años, querida! (se ríe). ¡Gracias a Dios puedo seguir trabajando en mi negocio!

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