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El líder reconciliador de una nación rota por el racismo

Viernes, 06 de diciembre de 2013 01:44

En 1990, cuando Nelson Mandela salió de la cárcel, el país empezaba a salir de tres siglos y medio de dominación por la minoría blanca, incluyendo los más de 40 años de un sistema racista institucionalizado único en el mundo: el apartheid.

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En 1990, cuando Nelson Mandela salió de la cárcel, el país empezaba a salir de tres siglos y medio de dominación por la minoría blanca, incluyendo los más de 40 años de un sistema racista institucionalizado único en el mundo: el apartheid.

Ayudado por el pragmatismo del último presidente del apartheid, Frederik de Klerk, Mandela impuso allí una transición pacífica a la democracia.

“Es tiempo de curar las heridas. Tiempo de superar los abismos que nos separan. Tiempo de construir”, lanzaba en su investidura, en mayo de 1994, el primer presidente del país elegido democráticamente.

A lo largo de su presidencia, Mandela multiplicó los gestos de perdón para inspirar a la mayoría negra y para tranquilizar a la minoría blanca, que sigue teniendo las claves financieras y militares de Sudáfrica.

Visitó al exjefe de Estado Pieter W. Botha y tomó el té en casa de Betsie Verwoerd, de 94 años, viuda del primer ministro arquitecto del apartheid, Hendrik Verwoerd, que ilegalizó el ANC en 1960.

Organizó un banquete con ocasión de la jubilación del jefe de los servicios secretos del apartheid, Niels Barnard, e invitó a almorzar al procurador del proceso de 1963 que lo mandó al penal de Robben Island, Percy Yutar.

La imagen del primer presidente negro de Sudáfrica, enfundando la camiseta de la selección nacional de rugby, los Springboks, cuando ganaron la Copa del Mundo de 1995, compartiendo la alegría de los “afrikaners” y al mismo tiempo su deporte histórico, marcó el apogeo de la euforia reconciliadora.

Mandela multiplicó las atenciones con respecto a esta comunidad de más de dos millones de blancos, descendientes de los primeros colonos holandeses. Sabía que la inclusión de los ingenieros del apartheid en la nueva Africa del Sur era vital para la democracia.

“Hubiéramos vivido un baño de sangre si (la reconciliación) no hubiera sido nuestra política de base”, recordó Mandela más de una vez a sus críticos, en las corrientes africanistas o en la prensa negra, que le reprochaban que se preocupaba demasiado por los blancos.

El primer gobierno posapartheid fue, sin duda, el más multirracial del mundo -negros, blancos, indios, mestizos-, cada comunidad se encontraba representada.

En sus escritos, Mandela reveló hasta qué punto se había inspirado por las discusiones de su infancia, por el modo tradicional de solventar los conflictos mediante compromisos. Pero también dijo que “sus largos años solitarios” de cárcel habían alimentado su pensamiento.

“Mi hambre de libertad para mi pueblo se ha convertido en hambre de libertad para todos, blancos y negros. Un hombre que priva a otro hombre de su libertad es prisionero de su odio, está encerrado detrás de los barrotes de sus prejuicios y de la estrechez de espíritu”, escribía.

Pero la reconciliación dista mucho de ser redonda. Tal como advertía el propio Mandela: “La curación de la nación sudafricana es un proceso, no un acontecimiento particular”.

 

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