¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

26°
28 de Marzo,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

Los tapaos de los jesuitas y la fuerte maldición del Curu-Curu

Domingo, 22 de marzo de 2015 00:30
Mucho se ha escrito sobre el tesoro del Curu-Curu, supuestamente escondido por los jesuitas cuando fueron desterrados de América en 1767, es decir, hace 246 años cabales.
Desde entonces se tejieron cientos de historias sobre el destino que tuvieron esas fabulosas riquezas. Una de ellas, por ejemplo, cuenta que en la ladera noreste de las serranías de los Cerrillos, aquí cerca nomás, en la Cañada del Negro, los expulsados escondieron parte de las riquezas que poseían en El Colegio, jurisdicción de la Hacienda de los Cerrillos, también de ellos. Por supuesto, nunca nadie pudo dar con el escondite, pese a haber sido buscado por avezados cazadores de tapados. Historias parecidas hay también en los Valles Calchaquíes, pero nunca nadie pudo encontrar ni siquiera una de la casi veintena de carretas repletas de oro y plata que, se dice, los jesuitas habrían escondido entre los recovecos de los cerros. Y finalmente, otro escondite de los jesuitas habría sido el cerro Curu-Curu, en El Galpón, jurisdicción del departamento de Metán.
El Curu-Curu
En su libro "Tradiciones históricas" editado en 1924 (*), don Bernardo Frías incluye un relato que le transmitió personalmente el vicario Julian Toscano referido al tapado del Curu-Curu. Según el vicario, a fines del siglo XIX, un viajero que iba a Miraflores -antigua misión jesuita-, "por las cuestas de Tafí al valle de Cafayate", repentinamente enfermó de gravedad. Al verse morir, el hombre confesó a su compañero de viaje ser un enviado de los jesuitas y que su misión era recoger el tesoro que ellos habían escondido en la ladera del cerro Curu-Curu. Entre sus pertenencias, el hombre dejó unos papeles con instrucciones para encontrar el tesoro. Estos documentos fueron entregados por aquel acompañante al vicario Toscano para que los tradujera pues estaban en latín.
Según Toscano le dijo a Frías, entre los documentos no había ningún plano sino indicaciones de que el tapado estaba "en el punto de Curu Curu". A poco, la noticia se difundió y pronto aparecieron los habituales aventureros y cazadores de tapados. Eso sí, las 18 carretas repletas de oro y plata nunca aparecieron.
La maldición
Con la muerte del enviado que venía por el tesoro de los jesuitas, tomo cuerpo una vieja creencia del lugar: que el "tapao" del Curu-Curu estaba maldito. Y en este sentido, hace medio siglo el escritor salteño Fernando Figueroa publicó en El Tribuno un sucedido referido a esta maldición.
Don Fernando cuenta que a principios del siglo XX su padre se estableció en El Galpón con el fin de explotar madera de quebracho en las estribaciones del cerro Colorado, cerca de El Tunal. "Con tal motivo -dice- mi padre tuvo que hacer un viaje en carro hasta aquel lugar, distante unas seis leguas. Aprontadas las vituallas para cinco o seis jornadas, revisadas las escopetas, cargados los cartuchos y alistado su inseparable Winchester, se pusieron en marcha un lunes al amanecer". Acompañaban a Figueroa el rubio "Mostaza", el más joven de la partida; el rengo "Barquinazo", encargado de las mulas; "El Taita", carrero bravo y corajudo, y "Morcilla", un mulato gordo, cocinero de la expedición.
"Al final del tercer día -sigue Figueroa- acamparon en un claro encontrado en la falda del cerro Curu-Curu, próximo al Colorado. Luego de comer, los expedicionarios se echaron a dormir luego de organizar las guardias para protegerse de los tigres y otras alimañas de esas lejanías". Al despuntar el alba, cuando la noche comienza a acollararse con el día, se despertaron sobresaltados los hombres al sentir un prolongado quejido humano.
Empuñaron sus armas y en abanico inspeccionaron los alrededores.
El Mostaza y su maldito final
Buscaron y, a la distancia de un hondazo, encontraron al rubio Mostaza tumbado antarca en la ladera del cerro. Tenía la cara distorsionada, las mandíbulas cruzadas, los ojos desorbitados, las manos crispadas y el cuerpo achicharrado de fiebre; y en angarillas hechas de palos lo llevaron hasta el campamento. Lo acostaron en el carro sobre un colchón de hojas de tártago y unas mantas y se dispuso el regreso a El Galpón al trote largo, pues no tenían medicina. Intrigados los peones -sigue Figueroa- por la súbita enfermedad del joven, uno dijo: "De seguro que ha visto la Salamanca...", y otro agregó: "Más bien hai' ser la Mulánima". En un alto del camino, el enfermo tuvo un momento de lucidez y con mucha dificultad se dirigió a Figueroa diciendo: "Vea patroncito... ahí en la lomada... dentro de la boca curva... están siete petacas... yo las hi abrío...vide muchas monedas de oro... chafalonías de plata...".
Respiraba rápidamente y mirando largamente a Figueroa, dijo: "Patroncito... patroncito... prometamé que no ha 'i volver p'al Curu... hai stá el tapao... pero stá maldito... naide lo va a llevar...".
El hombre entró nuevamente en letargo y ya no pudo hablar más hasta que llegaron al poblado.
En El Galpón, Figueroa lo llevó hasta el boticario y cuando este le preparaba una medicina, Mostaza se cortó, cumpliéndose así, y una vez más, la maldición del Curu-Curu.

Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla
Mucho se ha escrito sobre el tesoro del Curu-Curu, supuestamente escondido por los jesuitas cuando fueron desterrados de América en 1767, es decir, hace 246 años cabales.
Desde entonces se tejieron cientos de historias sobre el destino que tuvieron esas fabulosas riquezas. Una de ellas, por ejemplo, cuenta que en la ladera noreste de las serranías de los Cerrillos, aquí cerca nomás, en la Cañada del Negro, los expulsados escondieron parte de las riquezas que poseían en El Colegio, jurisdicción de la Hacienda de los Cerrillos, también de ellos. Por supuesto, nunca nadie pudo dar con el escondite, pese a haber sido buscado por avezados cazadores de tapados. Historias parecidas hay también en los Valles Calchaquíes, pero nunca nadie pudo encontrar ni siquiera una de la casi veintena de carretas repletas de oro y plata que, se dice, los jesuitas habrían escondido entre los recovecos de los cerros. Y finalmente, otro escondite de los jesuitas habría sido el cerro Curu-Curu, en El Galpón, jurisdicción del departamento de Metán.
El Curu-Curu
En su libro "Tradiciones históricas" editado en 1924 (*), don Bernardo Frías incluye un relato que le transmitió personalmente el vicario Julian Toscano referido al tapado del Curu-Curu. Según el vicario, a fines del siglo XIX, un viajero que iba a Miraflores -antigua misión jesuita-, "por las cuestas de Tafí al valle de Cafayate", repentinamente enfermó de gravedad. Al verse morir, el hombre confesó a su compañero de viaje ser un enviado de los jesuitas y que su misión era recoger el tesoro que ellos habían escondido en la ladera del cerro Curu-Curu. Entre sus pertenencias, el hombre dejó unos papeles con instrucciones para encontrar el tesoro. Estos documentos fueron entregados por aquel acompañante al vicario Toscano para que los tradujera pues estaban en latín.
Según Toscano le dijo a Frías, entre los documentos no había ningún plano sino indicaciones de que el tapado estaba "en el punto de Curu Curu". A poco, la noticia se difundió y pronto aparecieron los habituales aventureros y cazadores de tapados. Eso sí, las 18 carretas repletas de oro y plata nunca aparecieron.
La maldición
Con la muerte del enviado que venía por el tesoro de los jesuitas, tomo cuerpo una vieja creencia del lugar: que el "tapao" del Curu-Curu estaba maldito. Y en este sentido, hace medio siglo el escritor salteño Fernando Figueroa publicó en El Tribuno un sucedido referido a esta maldición.
Don Fernando cuenta que a principios del siglo XX su padre se estableció en El Galpón con el fin de explotar madera de quebracho en las estribaciones del cerro Colorado, cerca de El Tunal. "Con tal motivo -dice- mi padre tuvo que hacer un viaje en carro hasta aquel lugar, distante unas seis leguas. Aprontadas las vituallas para cinco o seis jornadas, revisadas las escopetas, cargados los cartuchos y alistado su inseparable Winchester, se pusieron en marcha un lunes al amanecer". Acompañaban a Figueroa el rubio "Mostaza", el más joven de la partida; el rengo "Barquinazo", encargado de las mulas; "El Taita", carrero bravo y corajudo, y "Morcilla", un mulato gordo, cocinero de la expedición.
"Al final del tercer día -sigue Figueroa- acamparon en un claro encontrado en la falda del cerro Curu-Curu, próximo al Colorado. Luego de comer, los expedicionarios se echaron a dormir luego de organizar las guardias para protegerse de los tigres y otras alimañas de esas lejanías". Al despuntar el alba, cuando la noche comienza a acollararse con el día, se despertaron sobresaltados los hombres al sentir un prolongado quejido humano.
Empuñaron sus armas y en abanico inspeccionaron los alrededores.
El Mostaza y su maldito final
Buscaron y, a la distancia de un hondazo, encontraron al rubio Mostaza tumbado antarca en la ladera del cerro. Tenía la cara distorsionada, las mandíbulas cruzadas, los ojos desorbitados, las manos crispadas y el cuerpo achicharrado de fiebre; y en angarillas hechas de palos lo llevaron hasta el campamento. Lo acostaron en el carro sobre un colchón de hojas de tártago y unas mantas y se dispuso el regreso a El Galpón al trote largo, pues no tenían medicina. Intrigados los peones -sigue Figueroa- por la súbita enfermedad del joven, uno dijo: "De seguro que ha visto la Salamanca...", y otro agregó: "Más bien hai' ser la Mulánima". En un alto del camino, el enfermo tuvo un momento de lucidez y con mucha dificultad se dirigió a Figueroa diciendo: "Vea patroncito... ahí en la lomada... dentro de la boca curva... están siete petacas... yo las hi abrío...vide muchas monedas de oro... chafalonías de plata...".
Respiraba rápidamente y mirando largamente a Figueroa, dijo: "Patroncito... patroncito... prometamé que no ha 'i volver p'al Curu... hai stá el tapao... pero stá maldito... naide lo va a llevar...".
El hombre entró nuevamente en letargo y ya no pudo hablar más hasta que llegaron al poblado.
En El Galpón, Figueroa lo llevó hasta el boticario y cuando este le preparaba una medicina, Mostaza se cortó, cumpliéndose así, y una vez más, la maldición del Curu-Curu.

PUBLICIDAD
PUBLICIDAD
PUBLICIDAD