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La violencia social exige una autocrítica profunda en Salta

Domingo, 12 de febrero de 2017 01:30
La proliferación de la violencia social en una comunidad tradicionalmente pacífica y respetuosa como la salteña obliga a una reflexión autocrítica. Son muchos los casos que se manifiestan pero muchos más los que permanecen ocultos; por eso, no es momento de responder, ante la crudeza de la realidad, que se trabaja mucho y se invierte mucho por resolver los problemas. Si eso es así, se trabaja y se invierte de manera ineficiente.
En primer término, hay que analizar con atención la tendencia creciente que, año a año, muestran las cifras de muertos por el tránsito salteño; el viernes ya sumaban 20 en lo que va de 2017. Al mismo tiempo, más impactante aún, corresponde observar los 16 homicidios registrados desde enero, de los cuales cuatro son femicidios. Estamos viviendo momentos de violencia, cuyo origen es complejo, pero que exige actuar con decisión y sabiduría.
Los enfrentamientos registrados en los barrios Progreso y Sarmiento dejaron una secuela dolorosa en las comunidades que allí viven; además, la inexplicable odisea que debió afrontar el agente herido de un cascotazo desnudó la ineficiencia del servicio de salud pública. Vino a corroborar así una encuesta realizada por El Tribuno en diciembre pasado, que reflejó que el déficit en la atención médica ya es endémico.
La misma violencia se registró, casi en simultáneo, en el barrio Solidaridad, donde un niño de dos años resultó herido de bala. Muy cerca, en Santa Mónica, los vecinos se han organizado para patrullar la humilde barriada, que sufre las consecuencias de haberse convertido en lugar de paso del microtráfico de estupefacientes.
En estos episodios, la Policía se ve desbordada, entre otras cosas, porque las autoridades y la dirigencia política y social no terminan de asumir la magnitud de la crisis social.
El miércoles, el homenaje al general Martín Gemes se convirtió en escenario de un degradante forcejeo entre activistas defensores de los caballos y los carreros que habían organizado un desfile en homenaje al héroe gaucho. El enfrentamiento, de larga data, dejó a varias personas con serias lesiones. Es imposible saber con precisión cuántos carreros circulan por la ciudad. El ámbito urbano, claramente, no es apto para los caballos, pero también es cierto que esos carros son el medio de vida de centenares de familias, en momentos en que el deterioro salarial es uno de los grandes problemas de la economía y la sociedad de la provincia.
Detrás de los hechos de violencia social está presente la exclusión. Hay un enorme espectro de la comunidad que se siente desamparado. Recorrer los barrios permite descubrir el esfuerzo y la preocupación de docentes, policías, dirigentes sociales, instructores de deportes, y muchas otras personas que perciben problemas serios y crecientes; preocupaciones que, curiosamente, permanecen ajenas a la agenda del debate político y electoral.
Otra encuesta, realizada por la Universidad Católica de Salta a lo largo de los dos últimos años, corrobora aquella percepción generalizada de desamparo y exclusión.
En coincidencia con el relevamiento de El Tribuno, señala a la inseguridad como el problema más grave de los barrios, asociada con las adicciones, los robos y la presencia de patotas. El reclamo, frente a este diagnóstico, exige resolver la desocupación, brindar formación suficiente para una salida laboral de los adolescentes y dignificar los asentamientos precarios que aumentan día a día en la periferia.
No aparece en las encuestas, pero sí en las conversaciones con los habitantes de los barrios: los suicidios de jóvenes son cosa de todas las semanas. No obstante, la gente no se resigna a familiarizarse con la violencia social. Los barrios esperan, y así los dicen sus referentes, que la dirigencia no oculte los problemas y que evite hacer política con ellos.
Pero, sobre todo, es imprescindible que esa dirigencia comprenda que solo la educación eficiente y el empleo genuino aseguran la inclusión y que, por eso, ambos deben formar parte estructural de las políticas de Estado de Salta.
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La proliferación de la violencia social en una comunidad tradicionalmente pacífica y respetuosa como la salteña obliga a una reflexión autocrítica. Son muchos los casos que se manifiestan pero muchos más los que permanecen ocultos; por eso, no es momento de responder, ante la crudeza de la realidad, que se trabaja mucho y se invierte mucho por resolver los problemas. Si eso es así, se trabaja y se invierte de manera ineficiente.
En primer término, hay que analizar con atención la tendencia creciente que, año a año, muestran las cifras de muertos por el tránsito salteño; el viernes ya sumaban 20 en lo que va de 2017. Al mismo tiempo, más impactante aún, corresponde observar los 16 homicidios registrados desde enero, de los cuales cuatro son femicidios. Estamos viviendo momentos de violencia, cuyo origen es complejo, pero que exige actuar con decisión y sabiduría.
Los enfrentamientos registrados en los barrios Progreso y Sarmiento dejaron una secuela dolorosa en las comunidades que allí viven; además, la inexplicable odisea que debió afrontar el agente herido de un cascotazo desnudó la ineficiencia del servicio de salud pública. Vino a corroborar así una encuesta realizada por El Tribuno en diciembre pasado, que reflejó que el déficit en la atención médica ya es endémico.
La misma violencia se registró, casi en simultáneo, en el barrio Solidaridad, donde un niño de dos años resultó herido de bala. Muy cerca, en Santa Mónica, los vecinos se han organizado para patrullar la humilde barriada, que sufre las consecuencias de haberse convertido en lugar de paso del microtráfico de estupefacientes.
En estos episodios, la Policía se ve desbordada, entre otras cosas, porque las autoridades y la dirigencia política y social no terminan de asumir la magnitud de la crisis social.
El miércoles, el homenaje al general Martín Gemes se convirtió en escenario de un degradante forcejeo entre activistas defensores de los caballos y los carreros que habían organizado un desfile en homenaje al héroe gaucho. El enfrentamiento, de larga data, dejó a varias personas con serias lesiones. Es imposible saber con precisión cuántos carreros circulan por la ciudad. El ámbito urbano, claramente, no es apto para los caballos, pero también es cierto que esos carros son el medio de vida de centenares de familias, en momentos en que el deterioro salarial es uno de los grandes problemas de la economía y la sociedad de la provincia.
Detrás de los hechos de violencia social está presente la exclusión. Hay un enorme espectro de la comunidad que se siente desamparado. Recorrer los barrios permite descubrir el esfuerzo y la preocupación de docentes, policías, dirigentes sociales, instructores de deportes, y muchas otras personas que perciben problemas serios y crecientes; preocupaciones que, curiosamente, permanecen ajenas a la agenda del debate político y electoral.
Otra encuesta, realizada por la Universidad Católica de Salta a lo largo de los dos últimos años, corrobora aquella percepción generalizada de desamparo y exclusión.
En coincidencia con el relevamiento de El Tribuno, señala a la inseguridad como el problema más grave de los barrios, asociada con las adicciones, los robos y la presencia de patotas. El reclamo, frente a este diagnóstico, exige resolver la desocupación, brindar formación suficiente para una salida laboral de los adolescentes y dignificar los asentamientos precarios que aumentan día a día en la periferia.
No aparece en las encuestas, pero sí en las conversaciones con los habitantes de los barrios: los suicidios de jóvenes son cosa de todas las semanas. No obstante, la gente no se resigna a familiarizarse con la violencia social. Los barrios esperan, y así los dicen sus referentes, que la dirigencia no oculte los problemas y que evite hacer política con ellos.
Pero, sobre todo, es imprescindible que esa dirigencia comprenda que solo la educación eficiente y el empleo genuino aseguran la inclusión y que, por eso, ambos deben formar parte estructural de las políticas de Estado de Salta.
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