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Una fecha para pensar sobre la esencia de la democracia

Jueves, 23 de marzo de 2017 21:35

El golpe de Estado de 1976 es una de las fechas más trágicas en los 200 años de nuestra historia. La recuperación de la democracia, en 1983 dio lugar a que de una noche oscura de violencia y terror surgiera en nuestro país un nuevo valor político, el de los derechos humanos.
La decisión y la firmeza del presidente Raúl Alfonsín hicieron posible un hecho inédito en medio siglo de autoritarismo e inestabilidad democrática. La condena a los principales jerarcas de la dictadura militar y a los jefes de las organizaciones armadas es un hecho histórico aún más relevante que el comienzo de la dictadura.
Para dimensionar ese ciclo es necesario desarrollar una mirada histórica y dejar de lado los intereses políticos que buscan convertir el repudio a la dictadura en un relato épico que cubra el profundo vacío ideológico que arrasa a todos los partidos.
La dictadura de 1976 no se explica sino dentro de una tradición de violencia política. El golpe de Estado de 1930 marca el comienzo de un ciclo, con una irrupción militar que intentó abortar tempranamente el voto universal, secreto y obligatorio. Desde entonces, las Fuerzas Armadas actuaron como factor destituyente, en alianza con sectores desplazados del poder. Cuatro golpes militares (1943, 1955, 1962, 1966) y muchos hechos sanguinarios preludiaron la dictadura de Videla. El bombardeo sobre Plaza de Mayo (1955), la masacre de José León Suárez (1956), la desaparición de Felipe Vallese (1961), el surgimiento de organizaciones armadas nacionalistas, peronistas y guevaristas, el Cordobazo, los asesinatos de Augusto Timoteo Vandor, Pedro Aramburu, José Rucci y Carlos Mujica, la masacre de Trelew, la violencia en Ezeiza y la aparición en escena de la Triple A ilustran dos décadas de violencia, dictaduras y democracias condicionadas.
Ese contexto generó una naturalización de la violencia, lejos del espíritu de los derechos humanos, la democracia y la república.
Pero la última dictadura arrojó, entre 1976 y 1983, un saldo especialmente nefasto. La creación de un aparato represivo al margen de la ley, la tortura, la desaparición de miles de personas y el robo de niños nacidos en campos de concentración, se sumaron a la eliminación del pensamiento crítico y a una visión mesiánica que dejaron al país sumido en la violencia, derrotado en Malvinas y gravemente endeudado.
Aún nos cuesta madurar como nación democrática.
En primer lugar, la permanente invocación al terrorismo de Estado, la reapertura de los juicios y la proliferación de monumentos y actos recordatorios no ha contribuido a crear una verdadera cultura de los derechos humanos. Estos, por definición, son universales y no deben ser subordinados a la simpatía o la filiación política.
La vida debe ser un valor fundante para una sociedad equitativa. La democracia supone una visión humanista, incompatible con cualquier forma de absolutismo y que es la fuente de los derechos humanos.
No casualmente son los países democráticos los que más avanzaron en calidad de vida y equidad.
Nuestra experiencia requiere autocrítica. En los 41 años transcurridos desde 1976 el país viene sufriendo una persistente decadencia social. La pobreza creció del 7% al 32%; la degradación laboral, la dependencia de los subsidios del Estado y la exclusión de muchos ciudadanos fracturan a la sociedad.
El golpismo, como sistema, ha sido erradicado, porque las Fuerzas Armadas ya no operan como un poder alternativo a la democracia. No obstante, los argentinos estamos muy lejos de coincidir en un proyecto de país compartido por todos.
Las conductas destituyentes y la vocación absolutista del poder siguen vigentes y son la nueva amenaza para nuestra democracia. El regreso del terrorismo estará latente mientras pervivan las actitudes mesiánicas de cualquier tipo.
La conmemoración del 24 de marzo, que es una invitación a la memoria, no debe limitarse a una mirada congelada en el pasado sino convertirse en un compromiso con la democracia, con la ley y con los derechos de los sectores más vulnerables. 

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El golpe de Estado de 1976 es una de las fechas más trágicas en los 200 años de nuestra historia. La recuperación de la democracia, en 1983 dio lugar a que de una noche oscura de violencia y terror surgiera en nuestro país un nuevo valor político, el de los derechos humanos.
La decisión y la firmeza del presidente Raúl Alfonsín hicieron posible un hecho inédito en medio siglo de autoritarismo e inestabilidad democrática. La condena a los principales jerarcas de la dictadura militar y a los jefes de las organizaciones armadas es un hecho histórico aún más relevante que el comienzo de la dictadura.
Para dimensionar ese ciclo es necesario desarrollar una mirada histórica y dejar de lado los intereses políticos que buscan convertir el repudio a la dictadura en un relato épico que cubra el profundo vacío ideológico que arrasa a todos los partidos.
La dictadura de 1976 no se explica sino dentro de una tradición de violencia política. El golpe de Estado de 1930 marca el comienzo de un ciclo, con una irrupción militar que intentó abortar tempranamente el voto universal, secreto y obligatorio. Desde entonces, las Fuerzas Armadas actuaron como factor destituyente, en alianza con sectores desplazados del poder. Cuatro golpes militares (1943, 1955, 1962, 1966) y muchos hechos sanguinarios preludiaron la dictadura de Videla. El bombardeo sobre Plaza de Mayo (1955), la masacre de José León Suárez (1956), la desaparición de Felipe Vallese (1961), el surgimiento de organizaciones armadas nacionalistas, peronistas y guevaristas, el Cordobazo, los asesinatos de Augusto Timoteo Vandor, Pedro Aramburu, José Rucci y Carlos Mujica, la masacre de Trelew, la violencia en Ezeiza y la aparición en escena de la Triple A ilustran dos décadas de violencia, dictaduras y democracias condicionadas.
Ese contexto generó una naturalización de la violencia, lejos del espíritu de los derechos humanos, la democracia y la república.
Pero la última dictadura arrojó, entre 1976 y 1983, un saldo especialmente nefasto. La creación de un aparato represivo al margen de la ley, la tortura, la desaparición de miles de personas y el robo de niños nacidos en campos de concentración, se sumaron a la eliminación del pensamiento crítico y a una visión mesiánica que dejaron al país sumido en la violencia, derrotado en Malvinas y gravemente endeudado.
Aún nos cuesta madurar como nación democrática.
En primer lugar, la permanente invocación al terrorismo de Estado, la reapertura de los juicios y la proliferación de monumentos y actos recordatorios no ha contribuido a crear una verdadera cultura de los derechos humanos. Estos, por definición, son universales y no deben ser subordinados a la simpatía o la filiación política.
La vida debe ser un valor fundante para una sociedad equitativa. La democracia supone una visión humanista, incompatible con cualquier forma de absolutismo y que es la fuente de los derechos humanos.
No casualmente son los países democráticos los que más avanzaron en calidad de vida y equidad.
Nuestra experiencia requiere autocrítica. En los 41 años transcurridos desde 1976 el país viene sufriendo una persistente decadencia social. La pobreza creció del 7% al 32%; la degradación laboral, la dependencia de los subsidios del Estado y la exclusión de muchos ciudadanos fracturan a la sociedad.
El golpismo, como sistema, ha sido erradicado, porque las Fuerzas Armadas ya no operan como un poder alternativo a la democracia. No obstante, los argentinos estamos muy lejos de coincidir en un proyecto de país compartido por todos.
Las conductas destituyentes y la vocación absolutista del poder siguen vigentes y son la nueva amenaza para nuestra democracia. El regreso del terrorismo estará latente mientras pervivan las actitudes mesiánicas de cualquier tipo.
La conmemoración del 24 de marzo, que es una invitación a la memoria, no debe limitarse a una mirada congelada en el pasado sino convertirse en un compromiso con la democracia, con la ley y con los derechos de los sectores más vulnerables. 

 

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