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República y democracia en tensión

Solo un gobernante que se sabe primus inter pares y que ejerce los poderes circunstanciales es capaz de tomar nota de los límites. 
Miércoles, 29 de marzo de 2017 00:00

El mundo antiguo y la teoría de Madison sobre la República como democracia representativa nos enseña sobre la estabilidad de las instituciones y el valor del autogobierno.

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El mundo antiguo y la teoría de Madison sobre la República como democracia representativa nos enseña sobre la estabilidad de las instituciones y el valor del autogobierno.

En Oceana, John Harrington definió la República como "un gobierno de leyes y no de hombres". Al calor de la Guerra de Secesión y reafirmando la igualdad universal de derechos, Abraham Lincoln sentenció: "La democracia es un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". Estas dos afirmaciones condensan los sentidos de República y de democracia, de los que somos herederos desde la polis griega y la civitas romana.

Los antiguos griegos descubrieron las instituciones políticas libres, pero sabían muy bien que una democracia sin la restricción de la ley conduciría a la sedición y el desorden. Ellos practicaban una democracia directa, ejercían las magistraturas por sorteo y los ciudadanos rotaban en los cargos. Aun así, los griegos consideraban signo de un régimen justo elevar instituciones al rango de control de los procesos democráticos ordinarios. La función de tal magistratura era ser "custodio de la Constitución".

Pese a no disponer aún de la idea de la división del poder y del control recíproco, Aristóteles creyó que el gobierno mixto era el mejor régimen posible. La mediedad que pregonaba, desplazaba hacia el régimen la mesura y el balance del hombre virtuoso. Pero la politeia mixta de Aristóteles, no es una denominación política propiamente, sino social. Es decir, no alude a una distribución sabia de los poderes, sino al gobierno de las clases medias, como la estrategia óptima para eludir sediciones y levantamientos. Es decir, lo decisivo allí no es el diseño de instituciones, sino la voluntad de extender la función pública a todos los ciudadanos, con independencia de cuna y estirpe. La virtud de la mesura que recorre todo el pensamiento político y ético (en ese orden) de Aristóteles, consiste en evitar excesos (y defectos) en la vida privada y cuidarse del desmadre en la actuación pública. La desmesura en el poder, el vicio político por excelencia, se llamó hybris. La política viciosa o sea, "hybrística", sobre la que alertaron las mentes griegas más democráticas, es la dominación de los pocos sobre los muchos. Si bien, como dice Aristóteles, es una contingencia quiénes sean los pocos y quiénes los muchos, en el 99 por ciento de los casos, la combinación es: ricos y nobles contra pobres, artesanos o campesinos. Siendo la amenaza de sedición el mayor de los males, el pensamiento político griego ofrece una tendencia sostenida hacia la defensa de la igualdad y el elogio de la isonomía.

El régimen de los atenienses establecía la igualdad ante la ley y aseguraba a sus ciudadanos que todos podían participar del gobierno de los asuntos públicos. Aun así, Pericles juzgó imprescindible ajustarse a ley en la actuación pública y dijo: "Somos libres y tolerantes en nuestras vidas pero en los asuntos públicos nos ceñimos a la ley".

En el siglo XVIII, los antifederalistas rindieron tributo a la sabiduría política romana firmando sus escritos con seudónimos como Cato, Publius o Brutus. Ciertamente, la noción de República sufrió modificaciones con el correr del tiempo, pero las notas de perdurabilidad y estabilidad permanecieron inalteradas. James Madison, cuya pluma redactó los memorables artículos 10 y 39 de El Federalista, propuso dos sentidos de República. El primero la define como gobierno representativo, en oposición a la democracia directa, a la que consideraba impracticable bajo condiciones modernas. Madison creía que los gobiernos inestables y las leyes en perpetuo cambio eran "venenos para las bendiciones de la libertad" y, en consecuencia, destacó las virtudes republicanas como sostén inexcusable de las imprudencias de la democracia. Los representantes sabios y probos, actúan como tamiz que filtra el caos de opiniones depurándolas en "public views". Ellos, pondera Madison, "afinan y amplían la opinión pública, pasándola por el tamiz de un grupo escogido de ciudadanos, cuya prudencia puede discernir mejor el verdadero interés de su país, y cuyo patriotismo y amor a la justicia no estará dispuesto a sacrificarlo ante consideraciones parciales o de orden temporal". Pero el artículo 10 no termina ahí. A renglón seguido, Madison advierte sobre los riesgos de la representación. Cuando se obstruyen los canales de comunicación entre pueblo y representantes, es inevitable que se forme una casta oligárquica que gobierna desvinculada de las fuentes que legitiman el ejercicio de su poder. En tal circunstancia, continua Madison: "(Hombres) con prejuicios locales o designios siniestros, pueden empezar por obtener los votos del pueblo por medio de intrigas, de la corrupción o por otros medios, para traicionar después sus intereses". Con estas palabras, Madison balancea la República, desplazando el énfasis desde la estabilidad de las instituciones, hacia la única fuente de legitimidad y de control: el pueblo. En el 39, procede a consignar tanto la fuente de su legitimidad como las restricciones que deben observar los funcionarios públicos. En sus palabras, la República es el régimen "que deriva todos sus poderes directa o indirectamente de la gran masa del pueblo y que se administra por personas […] durante un período limitado o mientras observen buena conducta".

La herencia clásica

Nosotros somos tributarios de esas intuiciones del mundo clásico. A esa tradición recurrieron, también, las mentes políticas del siglo XVIII cuando redactaron sus Constituciones y diseñaron sus instituciones. Del legado griego, tomaron sus convicciones sobre la igualdad y el autogobierno, es decir, la horizontalidad democrática. De la herencia romana, aprendieron el valor del Senado, una institución que custodia la estabilidad del marco en el que se desarrolla la vida política, es decir, la verticalidad institucional.

La función imprescindible del Senado romano pasó al mundo moderno bajo distintas denominaciones. Pese a sus diferencias de origen, naturaleza y alcance, tanto los tribunales constitucionales, como el proceso de revisión judicial, o la Corte Suprema de Justicia (y en un contexto más amplio, las Cortes Internacionales de Justicia) operan como restricción y límite a las decisiones mayoritarias, pretendidamente soberanas.
 Si entendemos la democracia como gobierno de la mayoría y a la República como gobierno de leyes (y no de hombres), entonces las instituciones antedichas, enaltecidas en todos los tiempos, son clave tanto para resguardar la igualdad democrática, como para custodiar la perdurabilidad de la República.

Instituciones y autogobierno

El ejemplo del mundo antiguo y la teorización de James Madison sobre la República como democracia representativa tienen aún mucho que enseñarnos tanto sobre la estabilidad de las instituciones, como del valor del autogobierno.
 En primer lugar, estos dos paradigmas, advierten sobre la temeridad de la praxis sin los limitantes institucionales y destacan la función inexcusable de una magistratura, que opera allende la interacción de los órganos de poder.
Segundo, indican dos nociones clave del juego político poder y autoridad, cuyas sedes son diferenciadas e irreductibles, y cuyos agentes inciden en la arena política con prerrogativas propias. Por un lado, el poder de la acción popular, por otro, la autoridad del consejo y la exhortación.
Tercero, destacan la actuación inexcusable de los ciudadanos de a pie para controlar a sus representantes y evitar que se extralimiten en sus funciones. Esta es la gran contribución de Madison. Conceptualizó la República como democracia representativa e intuyó la naturaleza del poder como una entidad que tiende al exceso y la desmesura.
Cuarto, cierto es que algunas de las funciones esenciales del antiguo Senado antiguo pasaron a los tribunales constitucionales, o a la Corte Suprema.
 Pese a tratarse de cuerpos máximamente calificados para sopesar la constitucionalidad de leyes y fallos, su prerrogativa no es el acción, sino la admonición.
 De allí que, en última instancia, su virtud y eficacia dependen de la consonancia de sus juicios con la opinión pública.

La experiencia argentina

¿Qué mejor manera de calibrar la solidez de nuestras instituciones y el valor de nuestras prácticas democráticas que mirándonos en el espejo de estas valiosas enseñanzas? La historia argentina reciente ofrece un sinnúmero de asuntos analizables a la luz de estas ideas.
 Recordemos el desconocimiento repetido de la fuerza legal de las sentencias del máximo tribunal por parte del Ejecutivo, vulnerando así el principio elemental de la separación de poderes.
Al respecto, el caso de la flagrante arbitrariedad en el reparto de la pauta oficial, que persistió pese a numerosas decisiones judiciales contrarias.
 Merece pensarse también si acaso la dificultad en activar el régimen de juicio político se debe a un error de diseño institucional o, directamente, a la mala fe. Si al Consejo de la Magistratura le compete velar por la probidad de los funcionarios y actuar en consecuencia, ¿qué puede esperarse de un Consejo dominado por el poder político? Si quien ejerce el poder termina usando el Consejo de la Magistratura para disciplinar o premiar jueces, entonces no es error de diseño, sino mala fe.
 Para ir directamente al punto: ¿Cuántas veces se salvó el juez Norberto Oyarbide a cambio de sobreseer a Cristina Fernández de Kirchner en su declaración jurada a la AFIP? Por último, destacamos la función del Poder Judicial como un recurso imprescindible y confiable para el ciudadano desamparado, que a título personal nada puede hacer para embestir el atropello y la discrecionalidad del poder hybrístico, sobre el que alertaron los griegos.

Reclamos callejeros

Los reclamos masivos (y autoconvocados) en las calles podrán ser una demostración evidente de poder y de los límites de la representación, sobre los que previno Madison. Pero ese poder que se genera con el puro número de los congregados, se diluye tan pronto como regresan a sus cuatro paredes.
 Sólo un gobernante que se sabe primus inter pares, que custodia y ejerce los poderes que le fueron entregados circunstancialmente, es capaz de tomar nota de esa manifestación de poder y actuar en consecuencia.
 

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