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Marcelino Montoya, el último leñero

Hasta hace 50 años, a las calles de Salta solo le quedaban dos estampas del pasado: el leñatero y sus burros. 
Domingo, 28 de mayo de 2017 10:21

Por Luis Alfonso Enrique Borelli

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Por Luis Alfonso Enrique Borelli


Para los que añoran estampas del pasado salteño, hoy traemos un personaje que desapareció a mediados del siglo pasado, “el leñatero”. Campesino silencioso y que, arriando a pie sus burros, ingresaba todos los días a la ciudad por el paso del Portezuelo. Era para entregar en las puertas de las casas una carga de leña seca del cerro. 
Y los burritos leñeros también son una estampa de esa Salta que se fue. Animalitos que se perdieron lentamente en el tiempo, ahuyentados quizá por el carbón primero, por kerosén después y por último por el gas natural. La modernidad será. 
Don Marcelino Motoya, nacido en La Lagunilla, fue quizá el último leñero. Trajinó la ciudad con ese oficio hasta 1967, cuando El Tribuno lo inmortalizó con una nota donde contó que lo había jubilado por decreto el gobernador de entonces, general Héctor D’Andrea.
Montoya había comenzado con su oficio en 1917, cuando apenas tenía 22 años. Por entonces la ciudad era pequeña y el único combustible que sus habitantes consumían era la leña que se extraía con hacha y machete de la panza del San Bernardo. 
Claro, Montoya no fue el primero ni el único leñatero de Salta, pero en 1967 solo él seguía llegando todas las mañanas a la ciudad con su burrito, cargado con dos o tres ataditos de leña seca que recogía del monte, pues ya ni siquiera podía hachar. 
Hacía 50 años que todos los días recorría a pie el camino de La Lagunilla a Salta, ida y vuelta; por el mismo sendero que en vísperas de la Batalla de Salta, había hecho el “Chocolate” Saravia, disfrazado justamente de leñatero y haciéndose de arriar una recua de burros.
En 1967, hacía 72 años que Montoya había nacido en La Lagunilla, a unos 15 kilómetros de Salta y allí, en un monte que ya no existe, había aprendido su oficio, el mismo de su tata y de su abuelo. Por entonces ¿quién no había visto alguna vez su casi bíblica estampa, volviendo por la tarde a La Lagunilla por la cuesta del portezuelo? ¿Quién no lo había visto en frías mañanas surgir entre la niebla, como si fuera un patriarca rural? Pero un día de 1967 o 1968, Marcelino Montoya nunca más volvió.

 

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