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Carmelo llegó a los cien años y confiesa que no lo esperaba

Exferroviario, padre de seis hijos, abuelo de once nietos y un gran escrutador del mundo.
Domingo, 18 de junio de 2017 00:00
Carmelo llegó a los 100. Dice él que no lo esperaba. La centuria lo agarró cansado porque la vida fue bastante dura con este hijo de inmigrantes italianos criado en el campo, en Metán, y fogoneado sobre una locomotora ingrata. Y porque el camino se hace doblemente empinado cuando en la casa falta la compañera e interlocutora de toda la vida. 
Carmelo Battaglia nació el 17 de junio de 1917. Fue el tercer hijo del matrimonio conformado por don Juan Battaglia y doña Vicenta Valenti, nacidos ambos en diferentes provincias de Sicilia y reunidos por el destino en un pueblito perdido en el mapa, en el norte argentino. “Cuando se casaron, el papá tenía 22 años y la mamá 15. Alquilaron su propia finquita en Metán y comenzaron de cero. Primero desmontaron, vendieron leña y después sembraron choclo. Vendían la verdura en el pueblo y así sobrevivían”, cuenta el cumpleañero, con ese tono impertérrito y esa serenidad a toda prueba con que suelen recordar las historias los abuelos, sin poner en duda en ningún momento lo que están contando, como si supieran que la vida no hay nada más convincente que la propia convicción.
“De chicos comíamos la famosa verdolaga. Era una planta que se da al ras del suelo y tiene una hoja semiredonda. La mascábamos como si fuera chicle y nos alimentaba. En la casa tomábamos leche recién ordeñada por la mañana y mate cocido por la tarde. Y no conocíamos otro calzado que la alpargata, invierno y verano”, repasa el agasajado.
Carmelo heredó de sus padres el tesón y la obstinación, la disciplina y una fuerza de voluntad descomunal que le permitió, entre otras cosas, obtener un trabajo seguro, construir su propia casa, fabricar sus propios muebles, amasar su propio pan. También heredó los ojos claros -de su padre- y un temperamento atempestado -de su madre- que con el correr de los años logró dominar. Se jubiló de Ferrocarriles Argentinos con la espalda gastada y -como muchos otros- nunca cobró lo que le correspondía. Al lado de la caldera de la locomotora se le fue la juventud y la paciencia. “Cuando era foguista, en cada servicio, echaba al horno entre 10 y 12 metros cúbicos de leña. Era un trabajo pesado. Aún así, en esa época no había mejor cosa que el ferrocarril. Era donde mejorcito te pagaban. Entrar a trabajar ahí era como sacarse la lotería”, asegura Carmelo.
Para pasar de aporcar tallos de maíz a echarle leña a una caldera de locomotora, tuvo que atravesar varias pruebas. “Tuve que rendir un examen de ingreso y aprobé. Me tomaron aritmética y varias preguntas sobre el funcionamiento de las máquinas. Después de seis años quise ascender y me fui a rendir para maquinista, a Buenos Aires. Estuve un año preparándome”, detalla. Comprender el mecanismo de todas las cosas nunca fue problema para Carmelo, que siempre escrutó el mundo que lo rodeaba con el ímpetu insaciable de un niño que no se cansa de observar. Así, sin estudios específicos, desempeñó un sinfín de oficios que le sirvieron para levantar su propia casa, primero en San Pedro de Jujuy, donde en 1939 se casó con “la Fortu” (Fortunata Cardozo), madre de sus 6 hijos; y luego en Salta, adonde se mudó ya casi al final de su carrera ferroviaria, para que los hijos pudieran seguir alguna carrera univeristaria. Así, Carmelo fue albañil, electricista, mecánico, carpintero, pintor, fletero y hasta ministro extraordinario de la eucaristía (ya jubilado, y en yunta con su esposa “legionaria”, le dedicó  tiempo a la iglesia, a la oración y a los enfermos que visitaba en el hospital).
Hoy, esa prolífera curiosidad que caracterizaba a Carmelo se ha apagado... como las viejas locomotoras. La pérdida del asombro -dicen- es un rasgo inapelable de la vejez. “Ya poco leo, poco escucho radio, poco veo tele... Nada me llama la atención. Sigo aquí, viendo pasar la vida”, confiesa, sentado en una silla mecedora que logró sobrevivir a 11 nietos, 13 bisnietos y una tataranieta. Sin embargo, detrás de su gesto adusto hay un chispa que no se apaga y que lo hace autor de graciosas ocurrencias que, con cien años, le permiten reírse de sí mismo y de la vida.
Es sabido que la vejez llega con caprichos: nos vacía de asombro pero nos llena de instantes que regresan una y otra vez. A Carmelo, por ejemplo, lo visita seguido este recuerdo: “Cuando tenía 12 o 13 años el papá me pedía que vaya al pueblo a caballo a comprar mercadería -cuenta el cumpleañero-. En el camino casi siempre me aparecían unos changos que le pegaban al caballo y me hacían caer, me sacaban las alpargatas, me desarmaban la montura... Yo volvía llorando a la casa. Le contaba al papá. Él renegaba y les iba a reclamar a los padres de esos changos, pero cuando me volvían a cruzar me volvían a pegar por alcahuete. Nunca entendí por qué me trataban así si yo no les hacía nada”. Y con una centuria de vida encima, a Carmelo se le humedecen los ojos y se le vuelven más verdes. Y vuelve a ser un niño a punto de llorar.
 
Carmelo con sus hijos
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Carmelo llegó a los 100. Dice él que no lo esperaba. La centuria lo agarró cansado porque la vida fue bastante dura con este hijo de inmigrantes italianos criado en el campo, en Metán, y fogoneado sobre una locomotora ingrata. Y porque el camino se hace doblemente empinado cuando en la casa falta la compañera e interlocutora de toda la vida. 
Carmelo Battaglia nació el 17 de junio de 1917. Fue el tercer hijo del matrimonio conformado por don Juan Battaglia y doña Vicenta Valenti, nacidos ambos en diferentes provincias de Sicilia y reunidos por el destino en un pueblito perdido en el mapa, en el norte argentino. “Cuando se casaron, el papá tenía 22 años y la mamá 15. Alquilaron su propia finquita en Metán y comenzaron de cero. Primero desmontaron, vendieron leña y después sembraron choclo. Vendían la verdura en el pueblo y así sobrevivían”, cuenta el cumpleañero, con ese tono impertérrito y esa serenidad a toda prueba con que suelen recordar las historias los abuelos, sin poner en duda en ningún momento lo que están contando, como si supieran que la vida no hay nada más convincente que la propia convicción.
“De chicos comíamos la famosa verdolaga. Era una planta que se da al ras del suelo y tiene una hoja semiredonda. La mascábamos como si fuera chicle y nos alimentaba. En la casa tomábamos leche recién ordeñada por la mañana y mate cocido por la tarde. Y no conocíamos otro calzado que la alpargata, invierno y verano”, repasa el agasajado.
Carmelo heredó de sus padres el tesón y la obstinación, la disciplina y una fuerza de voluntad descomunal que le permitió, entre otras cosas, obtener un trabajo seguro, construir su propia casa, fabricar sus propios muebles, amasar su propio pan. También heredó los ojos claros -de su padre- y un temperamento atempestado -de su madre- que con el correr de los años logró dominar. Se jubiló de Ferrocarriles Argentinos con la espalda gastada y -como muchos otros- nunca cobró lo que le correspondía. Al lado de la caldera de la locomotora se le fue la juventud y la paciencia. “Cuando era foguista, en cada servicio, echaba al horno entre 10 y 12 metros cúbicos de leña. Era un trabajo pesado. Aún así, en esa época no había mejor cosa que el ferrocarril. Era donde mejorcito te pagaban. Entrar a trabajar ahí era como sacarse la lotería”, asegura Carmelo.
Para pasar de aporcar tallos de maíz a echarle leña a una caldera de locomotora, tuvo que atravesar varias pruebas. “Tuve que rendir un examen de ingreso y aprobé. Me tomaron aritmética y varias preguntas sobre el funcionamiento de las máquinas. Después de seis años quise ascender y me fui a rendir para maquinista, a Buenos Aires. Estuve un año preparándome”, detalla. Comprender el mecanismo de todas las cosas nunca fue problema para Carmelo, que siempre escrutó el mundo que lo rodeaba con el ímpetu insaciable de un niño que no se cansa de observar. Así, sin estudios específicos, desempeñó un sinfín de oficios que le sirvieron para levantar su propia casa, primero en San Pedro de Jujuy, donde en 1939 se casó con “la Fortu” (Fortunata Cardozo), madre de sus 6 hijos; y luego en Salta, adonde se mudó ya casi al final de su carrera ferroviaria, para que los hijos pudieran seguir alguna carrera univeristaria. Así, Carmelo fue albañil, electricista, mecánico, carpintero, pintor, fletero y hasta ministro extraordinario de la eucaristía (ya jubilado, y en yunta con su esposa “legionaria”, le dedicó  tiempo a la iglesia, a la oración y a los enfermos que visitaba en el hospital).
Hoy, esa prolífera curiosidad que caracterizaba a Carmelo se ha apagado... como las viejas locomotoras. La pérdida del asombro -dicen- es un rasgo inapelable de la vejez. “Ya poco leo, poco escucho radio, poco veo tele... Nada me llama la atención. Sigo aquí, viendo pasar la vida”, confiesa, sentado en una silla mecedora que logró sobrevivir a 11 nietos, 13 bisnietos y una tataranieta. Sin embargo, detrás de su gesto adusto hay un chispa que no se apaga y que lo hace autor de graciosas ocurrencias que, con cien años, le permiten reírse de sí mismo y de la vida.
Es sabido que la vejez llega con caprichos: nos vacía de asombro pero nos llena de instantes que regresan una y otra vez. A Carmelo, por ejemplo, lo visita seguido este recuerdo: “Cuando tenía 12 o 13 años el papá me pedía que vaya al pueblo a caballo a comprar mercadería -cuenta el cumpleañero-. En el camino casi siempre me aparecían unos changos que le pegaban al caballo y me hacían caer, me sacaban las alpargatas, me desarmaban la montura... Yo volvía llorando a la casa. Le contaba al papá. Él renegaba y les iba a reclamar a los padres de esos changos, pero cuando me volvían a cruzar me volvían a pegar por alcahuete. Nunca entendí por qué me trataban así si yo no les hacía nada”. Y con una centuria de vida encima, a Carmelo se le humedecen los ojos y se le vuelven más verdes. Y vuelve a ser un niño a punto de llorar.
 
Carmelo con sus hijos
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