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De la mano de Putin, Rusia vuelve

Miércoles, 28 de junio de 2017 00:00

El hecho de que Donald Trump esté acorralado por las denuncias sobre la intervención de los servicios de inteligencia rusos en las elecciones de noviembre pasado y por los vínculos subterráneos entre algunos de sus asesores con personalidades del gobierno de Moscú constituye la confirmación de una novedad trascendente en el escenario global: Rusia ha vuelto al primer plano de la política mundial y Vladimir Putin está dispuesto a explotar esa condición, perdida con la disolución de la Unión Soviética en 1991, que el mandatario ruso calificó como "la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX".

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El hecho de que Donald Trump esté acorralado por las denuncias sobre la intervención de los servicios de inteligencia rusos en las elecciones de noviembre pasado y por los vínculos subterráneos entre algunos de sus asesores con personalidades del gobierno de Moscú constituye la confirmación de una novedad trascendente en el escenario global: Rusia ha vuelto al primer plano de la política mundial y Vladimir Putin está dispuesto a explotar esa condición, perdida con la disolución de la Unión Soviética en 1991, que el mandatario ruso calificó como "la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX".

Con un vigoroso resurgimiento de su poderío militar, Rusia probó su fuerza en Ucrania, con la anexión de Crimea, y recuperó su esfera de influencia sobre las antiguas repúblicas soviéticas y algunos países de Europa Oriental. Al mismo tiempo, en sociedad con Irán, actúa en Siria para combatir al ISIS y respaldar al régimen de Bashar Al Assad, con el fin de erigirse en una potencia decisiva en Medio Oriente, la región más estratégica del planeta.

El objetivo de Putin es transformar a Rusia en la tercera pata de un sistema de equilibrio mundial que tiene hoy dos componentes: Estados Unidos y China. Esa idea de un triángulo Washington-Beijing-Moscú no está ausente en el gabinete de la Casa Blanca. Más aún, cabe colegir que es el origen del acercamiento entre Putin y Trump. Henry Kissinger (la única voz del establishment diplomático de Washington escuchada por Trump) aconseja utilizar a Rusia como contrapeso de China.

El punto de partida de este renacimiento ruso reside en el liderazgo de Putin. Tras dos períodos presidenciales de cuatro años (entre 2000 y 2008) y otros cuatro como primer ministro de su delfín, Dmitri Medvédev (2008-

2012), Putin comenzó en 2012 su tercer mandato, cuya duración se alargó a seis años por la reforma constitucional de 2010 y, si como todo indica, en 2018 obtiene una nueva reelección permanecería en el poder hasta 2024, con lo que cumpliría veinticuatro años consecutivos en el gobierno y pasaría a protagonizar el reinado más prolongado desde la muerte de José Stalin en 1953. Este liderazgo está fundado en tres instituciones sólidamente arraigadas en la historia rusa, que sobrevivieron a la era comunista: las Fuerzas Armadas, la Iglesia Ortodoxa y los servicios secretos, a los que Putin perteneció como coronel de la antigua KGB. Sobre este trípode, Putin encarna el nacionalismo ruso, orientado a levantar la autoestima de una nación humillada, que en poco tiempo descendió de la categoría de superpotencia a la condición de un país en bancarrota condenado a la irrelevancia.

La visión simplista de que Putin es un simple dictador ignora que Rusia carece de una tradición liberal. Su cultura ensalza el valor de la autoridad. El pasaje del zarismo al comunismo confirmó esa realidad. Las dos únicas experiencias de liberalización política del siglo XX terminaron en sendos traumáticos fracasos. La apertura intentada por Mijaíl Gorbachov aceleró el derrumbe de la Unión Soviética y la primera etapa postcomunista, encabezada por Boris Yeltsin, llevó a un caos económico de proporciones.

El talón de Aquiles

En contraste con ese pasado de frustraciones, Putin plantea una "visión positiva" de la historia rusa. No reivindica el período comunista, pero elogia al Stalin de la "gran guerra patriótica", que expulsó a los invasores alemanes y provocó la derrota de Adolfo Hitler en la segunda guerra mundial. Una de sus frases célebres es que "quien no eche de menos a la Unión Soviética no tiene corazón, quien la quiere de vuelta no tiene cerebro". Una manifestación de esa perspectiva "integracionista" es la relación entre Putin y el Partido Comunista de la Federación Rusa, liderado por Guennadi Ziugánov, segunda fuerza electoral. Ziugánov preconiza el "renacimiento ruso soviético". Los comunistas están en la oposición, pero no sufren de las persecuciones que padecen las fuerzas de la oposición liberal. Esa inmunidad hace que sus críticos suelan calificarlos de "Ministerio de la Oposición Roja".

Putin encarna la resurrección de los valores culturales tradicionales. Afirma que "Rusia es uno de los últimos grandes guardianes de la cultura europea, de los valores cristianos y de la verdadera civilización europea". En función de su alianza con la Iglesia Ortodoxa, a la que devolvió la jerarquía que había perdido durante la era comunista, desarrolla una agresiva prédica contra el aborto, el divorcio y el matrimonio igualitario.

Putin aprovecha que, a diferencia de la Iglesia Católica que en teoría exaltó siempre su autonomía del poder temporal, los ortodoxos tienden siempre a ser amigables con el poder político. Los católicos los tildan de "césaro-

papistas". Para la Iglesia Ortodoxa Rusa, Moscú es la "tercera Roma", que reemplazó a Constantinopla tras su caída en manos de los musulmanes en el siglo XV.

Esta impronta cultural tradicionalista ayuda también a Putin a legitimar una audaz jugada enmarcada en su estrategia geopolítica: el respaldo a los movimientos de la ultraderecha europea, cuyo ascenso apunta a debilitar a la Unión Europea y la OTAN. Además del apoyo al Frente Nacional de Marine Le Pen, la Nueva Alternativa para Alemania y otros grupos afines del viejo continente, los servicios de inteligencia occidentales investigan una presunta participación rusa en la campaña del referéndum que decidió el Brexit. Durante la guerra fría, Moscú auxiliaba a los partidos comunistas europeos para desestabilizar a la alianza occidental. Ahora ese papel es cumplido por la ultraderecha.

En línea con ese nacionalismo, Putin implementa un "capitalismo de Estado", en una economía cerrada y altamente dependiente del petróleo. Dmitry Oreshkin, un destacado analista político ruso, describe a este sistema económico como "burness", una simbiosis entre burocracia y "business" basada en la interacción entre funcionarios y ex funcionarios con las empresas privadas, bajo una férrea tutela estatal, en la que tienen un rol central los servicios secretos, de los que provienen Putin y sus amigos.

Este punto es el talón de Aquiles de la Rusia de hoy. Porque el eclipse de la Unión Soviética ocurrió cuando la burocracia comunista, empezando por la KGB que integraba Putin, llegó a la conclusión de que su sistema económico, anticuado e ineficiente, condenaba al país al atraso tecnológico y no le permitía solventar la competencia militar con Estados Unidos. Rusia vuelve a emerger como una potencia militar pero con una endeble base económica. Corre entonces el riesgo de tropezar dos veces con la misma piedra.

 

 

 

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