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Un tesoro sin dueño

Lunes, 24 de julio de 2017 00:00

En la esquina de Ameghino y Zuviría hay un ausente sin aviso. Sucedió de pronto -la segunda semana de julio-, de manera inesperada y una tarde ganada por el frío y la nostalgia, José Hernández bajó la persiana de su trotamunda vida.

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En la esquina de Ameghino y Zuviría hay un ausente sin aviso. Sucedió de pronto -la segunda semana de julio-, de manera inesperada y una tarde ganada por el frío y la nostalgia, José Hernández bajó la persiana de su trotamunda vida.

Su biblioteca viajera empezará a buscar otros lugares, quizá más consustanciado con la simpleza de la vida y lejos de las dificultades que -seguramente- enfrentaba este uruguayo en su tarea de difundir cultura.

Junto con él también se fueron los sonetos de Federico García Lorca, los sueños y la poesía de Pablo Neruda, algunos libros perdidos de Julio Cortazar, o quizá la melancolía del peruano César Vallejos.

En ese mundo imaginario convivían pacíficamente los habitantes de "Cuentos de la selva", de Horacio Quiroga, considerado un clásico de la literatura para niños en América Latina, junto a las primeras versiones de "La metamorfosis", un libro de tapa dura, de Franz Kafka.

José Hernández se había mimetizado con la escenografía y era reconocida su parsimonia en armar el escenario de su biblioteca viajera, llena de libros, que se esparcían prolijamente sobre la vereda.

Por las mañanas, en la primavera, tantos veranos e inviernos no fueron suficiente. Llegaba en su bicicleta, saludaba a los conocidos, acostumbrados a su presencia y se dedicaba a desplegar su "artillería" cultural. Un día quise controlar el tiempo que demoraba en ubicar sus libros con tanto cariño y esmero, pero no pude porque su paciencia me superó; inclusive los libros -puedo asegurar- casi siempre ocupaban el mismo espacio.

Con su cabellera y su fortaleza, con paciencia artesanal armaba su "vidriera" literaria; siempre dispuesto al diálogo, al intercambio de opiniones, no exento de ofrecer una novedad literaria, una especie de "perlita" que se agregaba a su tesoro.

Por las tardes se dedicaba a su papel de misionero de la cultura, tarea olvidada en tiempos de urgencias. Era un sabio, a su modo.

Antes de este tiempo y como no podía ser de otra manera había estado en el Paseo de los Poetas y la Balcarce. Después se quedó con la Ameghino y Zuviría; fue el último reducto.

Eran numerosos y variados los libros que tenía a disposición de la gente. Algunos llegaban para seguir indagando sobre su vida en Colonia, Uruguay, su tierra natal, otros, simplemente para conversar.

Se fue el librero de la Ameghino y Zuviría, dejó su querido recuerdo y su figura se perdió entre las calles de la estación con un dejo de melancolía.

 

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