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De Vido, Morsa versión 2017

Jueves, 27 de julio de 2017 00:00

El peronismo, cuando se recupera o vuelve, carece de adicción a la venganza.

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El peronismo, cuando se recupera o vuelve, carece de adicción a la venganza.

Epidemia -la venganza- que enturbia la lucidez de sus adversarios. Con las pasiones mal invertidas. Les corresponde gobernar y se desgastan en odiar.

Interesados en la reconquista del poder perdido, por complejo de culpa, los peronistas se obstinan en lograr que los adversarios los acepten.

Al contrario, cuando el peronismo es desalojado del poder (donde se siente más cómodo), el adversario eventual, sea de facto o democrático, se debate en encontrar la fórmula eficaz para extinguirlo.

A través del nuevo movimiento histórico, como lo intentó Alfonsín. O desde la hegemonía banal, oralmente autoritaria, del cambio hueco.

Para anunciar la desaparición del peronismo, decretar la definitiva inexistencia y condenarlo a ser, en adelante, mero objeto de estudio para arqueólogos de la historia.

Mientras se habla gratuitamente de la mortandad del peronismo, aparecen tres o cuatro libros mensuales. Con la alucinada misión de interpretarlo.

"El peronismo se terminó, no existe más, convencete", le dijo Macri, presidente del tercer gobierno radical, al amigo peronista. Para persuadirlo, con típica tonalidad de estudiantina. Y descalificar la utilidad melancólica del sentimiento racional (conste que aquí se evita la palabra ideología).

En nombre del cambio o la modernidad, los transitorios vencedores creen siempre en el argumento infalible que los sostiene.

Los indignados se exceden. Aunque se trate de una elección legislativa de medio término. En una instancia donde el Congreso carece de valor. Ya que se encuentra, cabe consignarlo, literalmente paralizado. Surcado por el onanismo ontológico que lo complementa.

Aunque de pronto el Congreso despierta de la siesta para depurarse. Para condenar y expulsar, en el éxtasis del manoseo, al indigno.

El macrismo juega dolorosamente su reino en nombre de la dignidad. Para producir la separación, o la expulsión, o el humillante desafuero, del funcionario convertido en una síntesis vibrante del kirchnerismo cuestionable.

El cuadro más representativo del régimen anterior, "depuesto" por los votos. Régimen deplorable que justamente se encuentra en condiciones renovadas de vencerlo. Sin ponderaciones morales ni sed de venganza.

En la práctica, los dignos pierden la batalla contra la indignidad. "Los inmorales nos han igualau", según Cambalache.

Tango. Mientras tanto la virtud pregonada estalla, por la prepotencia de su debilidad, en pedazos.

Drama de Ibsen

Paciente construcción de la Morsa, versión 2017. Emerge Julio de Vido como el protagonista involuntario del drama inédito de Ibsen. A quienes lo rodean los conduce hacia la vorágine de la situación límite. Sin la grandeza de "el enemigo del pueblo".

De Vido, el enemigo del pueblo, es el emblema, aparte, de la hipocresía cultural. De los altibajos del oportunismo nacional. Se le reprocha, desde los rostros duros, el invariable enriquecimiento. Con mil procesos.

Como si en Argentina no se descalificara por estúpido a todo aquel que hubiera decidido presupuestos durante 12 años. Sin quedarse aliviado, financieramente realizado, con dos o tres generaciones de descendencia asegurada.

"Solo es nociva la corrupción que no nos contiene", confirma el personaje literario de Asís. "Si la corrupción nos contiene no es delito. Es astucia del pragmatismo".

De Vido es una situación límite, en primer lugar, para La Doctora. La que nunca, según nuestras fuentes, lo estimó.

Consta que en 2007, la Doctora, para su presidencia ganancial, no lo quería como ministro. Le fue impuesto por Néstor, el Furia. Para desconsuelo de Alberto Fernández, el poeta impopular. Pero aquí no se trata de emitir valoraciones personales. La barbarie, en el fondo, es política.

El calvario de De Vido, en diputados, se impone como el antecedente inmediato del cal vario que le espera a la Doctora, en el Senado.

 

 

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