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Sindicalismo unitario, desempleo federal

Viernes, 22 de septiembre de 2017 00:00

Es sabido que el Derecho del Trabajo -como más tarde las instituciones del Estado de Bienestar- surgieron para atender aspiraciones de justicia y libertad.

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Es sabido que el Derecho del Trabajo -como más tarde las instituciones del Estado de Bienestar- surgieron para atender aspiraciones de justicia y libertad.

También, para atenuar los rigores del trabajo en situación de dependencia y, si acaso, introducir factores de legitimación al modo capitalista de producción, encauzando y arbitrando los conflictos de intereses que le son propios.

A estos orígenes históricos e intelectuales habría, quizá, que atribuir la generalizada convicción de que las reglas del Derecho del Trabajo tienen por finalidad y efecto distribuir la riqueza y limitar el poder de dirección.

Esta difundida convicción suele acotar, de varias maneras, los debates alrededor del Derecho del Trabajo que se piensa, entonces, como un conjunto normativo casi excluyentemente jurídico o ceñido al campo de la Política del Derecho.

Litigiosidad con claroscuros

Soy de los que piensan que muchas de las críticas que se dirigen a la litigiosidad laboral y a su volumen, y buena parte de los debates acerca del muy famoso binomio rigidez / flexibilidad laboral, encierran u ocultan conflictos de intereses descarnadamente económicos.

Pero, muy probablemente, muchos defensores de las posiciones que hoy protagonizan los enfrentamientos sobre las regulaciones laborales y su reforma menosprecian las consecuencias sociales, generacionales, familiares y humanas que exceden los estrechos campos de las pujas por el poder y la riqueza.

Con el añadido de que tales debates tienden a presentarse de manera recurrente como novedades de época, ignorando los antecedentes históricos que enriquecen un análisis sociolaboral que se proponga romper aquellos anacrónicos límites -nacionales o académicos- que aíslan al Derecho del Trabajo.

Así, resultaría empobrecedor un análisis de las reformas laborales que ignorara, por ejemplo, los valiosos antecedentes del Congreso Nacional de la Productividad celebrado en 1954, bajo inspiración del primer peronismo. O un estudio sobre las leyes del trabajo aislado del contexto jurídico, económico y cultural global.

Sobre todo, si se tienen en cuenta, de un lado, la centralidad del Principio de Libertad Sindical; y, de otro, la no tan reciente supremacía teórica y normativa del Derecho Constitucional del Trabajo que día a día construye y reconstruye el bloque constitucional federal y cosmopolita.

Resultaría igualmente empobrecedor estudiar, en la Argentina, la descentralización de las relaciones colectivas de trabajo y de las normas jurídicas que la niegan o promueven, sin una mirada atenta al histórico proceso de industrialización de la provincia de Córdoba, que nace con la fábrica militar de aviones, en los años de 1930, y culmina, de alguna manera, con el "Cordobazo" de 1969.

Los tres cepos

En nuestros ambientes académicos existe, ahora, un cierto consenso en el sentido de que el llamado modelo sindical argentino y la vigente ley de 1988 (fruto de un pacto entre el gobierno radical y el sindicalismo peronista moderado), que vino a reforzarlo, contienen reglas contrarias a la Libertad Sindical, tal y como ha sido formulado por las normas internacionales aplicables en la Argentina e incluso por nuestro constituyente de 1957.

Este consenso se ha visto reflejado y promovido por varias sentencias relevantes de la Corte Suprema centradas en el momento puramente asociativo, y que han venido a renovar ideas y a facilitar a los trabajadores el ejercicio de algunos derechos sindicales de representación y actuación hasta entonces negados por el corsé que para muchos de ellos representó y representa el instituto de la personería gremial.

Sin embargo, ni aquel consenso ni estas sentencias han desarmado los tres cepos que restringen grandemente la Libertad Sindical en la Argentina.

El primero de ellos es el conformado por las reglas estatales y autónomas que organizan nuestra negociación colectiva. Me refiero a las reglas que monopolizan este derecho en cabeza de los sindicatos con personería gremial y de las organizaciones patronales tradicionales.

Reconocer el principio de Libertad Sindical y, simultáneamente, mantener bajo monopolio a la negociación colectiva es, de alguna manera, aceptar la ficción de sindicatos aparentemente libres, pero en realidad privados del derecho a negociar colectivamente; privación que, en los hechos, alcanza incluso a los casi inéditos convenios de eficacia limitada o irregulares.

Si dejamos de lado usos ambiguos del lenguaje, sindicatos sin derecho a negociar colectivamente las condiciones de trabajo o a los que se restringe su derecho de huelga, son casi cofradías o ramas politizadas antes que verdaderos sindicatos.

El segundo cepo emerge de los estrechos lazos que vinculan al sistema de obras sociales sindicales con nuestras organizaciones obreras. Lazos que, si bien favorecen a los sindicatos con personería gremial, terminan asfixiando a los sindicatos simplemente inscriptos.

stos vínculos, por encima de apelaciones retóricas o enunciados seráficos, refuerzan el monopolio de representación que detentan las asociaciones que acceden a aquel reconocimiento por parte del Estado.
En realidad, avanzar -en un terreno pantanoso como este- hacia la plena vigencia del Principio de Libertad Sindical implicaría tanto como colocar la gestión de las Obras Sociales Sindicales en manos de entes surgidos del voto libre y directo de todos los afiliados.
Pero, más allá de esta opinión muy personal, lo que pretendo aquí es apuntar la necesidad de que las reflexiones sobre la Libertad Sindical incorporen el análisis de los efectos que sobre su vigencia tiene el Sistema de Obras Sociales tal y como quedó configurado en la Argentina desde los lejanos y oscuros tiempos de 1970.

Libertad sindical y federalismo 

El tercer cepo deriva, como intentaré explicar ahora, de la construcción de un régimen laboral y sindical unitario, y de la correlativa abolición del federalismo.
Cuando, armado de un bagaje teórico más articulado y ya entrado el siglo XXI, comencé a estudiar el peculiar Sistema Salteño de Relaciones de Trabajo, fui advirtiendo los efectos (generalmente negativos) del régimen sindical unitario, impuesto -una vez más- por la Nación, a través de una sofisticada combinación de normas estatales y de intereses y símbolos compartidos entre los vértices sindicales y patronales.
Ese régimen unitario está constituido por la abrumadora preferencia de los sindicatos con personería gremial por la forma “unión” en detrimento de la forma “federación”. Pero también por la lenta pérdida de autonomía de los sindicatos locales federados, a consecuencia del peso determinante de las organizaciones obreras que actúan en la así llamada “zona núcleo”, y de la pulsión unitaria que emana del régimen de obras sociales.
Como consecuencia de ambos factores, muchos de los sindicatos del Norte argentino han devenido menguadas sucursales de los vértices que mandan desde la poderosa Ciudad Autónoma.

El unitarismo

Pero el régimen sindical unitario tiene orígenes muy precisos y provoca consecuencias generalmente queridas por sus antiguos diseñadores.
Pienso que ese unitarismo se creó alrededor de una estructura productiva con eje en la “zona núcleo” o “cinturón industrial pampeano”. Un poco para reflejar la realidad industrial de los años de 1940/1950, y otro poco para promoverla y concentrar allí cualquier futura expansión.
La fortísima migración desde Norte hacia la Pampa (que hoy suscita el “tira y afloje” sobre el Fondo del Conurbano Bonaerense) fue una consecuencia buscada por los estrategas de la industrialización autárquica, y luego preservada por los vértices sindicales y patronales.
Es bueno recordar que el régimen sindical unitario sufrió, en los años de 1960, duros embates democratizadores y federalistas, como lo ha explicado de manera brillante y exhaustiva James Brennan en su obra “El Cordobazo”.
Primero, cuando el gobierno radical del doctor Illia introdujo reformas parciales a la legislación del trabajo de matriz peronista, pretendiendo instalar cierto pluralismo, y aventurándose en las “quitas zonales” y en el reconocimiento de personería gremial a sindicatos de fábrica de las terminales automotrices.
Y más tarde cuando las izquierdas -ante el estupor del sindicalismo peronista tradicional- lograron controlar el movimiento obrero disidente con base en Córdoba.
Sabido es que este múltiple experimento que, en paralelo a la descentralización industrial, se propuso promover la federalización del movimiento obrero y de las relaciones laborales, concluyó de un modo traumático hacia mediados de los años de 1970. 
Pero lo que me interesa resaltar ahora es la eficacia de la legislación referida a las relaciones colectivas de trabajo sobre la estructura industrial del país. Mientras en una primera etapa preservó las prerrogativas de la “zona núcleo”, más adelante acompañó los fugaces intentos de descentralización, para retornar a los objetivos unitarios iniciales.

La realidad tangible

Permítanme señalar que el cuasi desierto industrial que es hoy el Norte argentino, es el resultado de medidas promocionales centralistas (fiscalidad, crédito e infraestructura) tanto como del régimen sindical unitario, creados para favorecer a la “zona núcleo”.
Dicho de otro modo: la legislación del trabajo defiende a muchos trabajadores del interior empobrecido bajo una condición prioritaria: Que emigren al conurbano bonaerense.
A estas alturas, pienso que el régimen sindical unitario es incompatible con el Principio de Libertad Sindical y con el federalismo proclamado por nuestra Constitución Nacional; y tanto está modelado por estructuras reconocidas -muchas veces en illo témpore- por el propio Estado, y se articula a través de organizaciones a las cuales el mismo Estado ha rodeado de prerrogativas excluyentes.

 

 

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