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18 de Mayo,  Salta, Centro, Argentina
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La madurez resignada de los argentinos

Viernes, 01 de diciembre de 2023 02:35

2001 fue el año que marcó un punto de inflexión en la historia institucional de nuestro país. El estallido social empujó al presidente Fernando de la Rúa a abandonar la Casa Rosada dejando tras de sí una crisis social, económica y política que provocó una discontinuidad institucional, reacomodándose luego en un sistema político bicoalicional.

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2001 fue el año que marcó un punto de inflexión en la historia institucional de nuestro país. El estallido social empujó al presidente Fernando de la Rúa a abandonar la Casa Rosada dejando tras de sí una crisis social, económica y política que provocó una discontinuidad institucional, reacomodándose luego en un sistema político bicoalicional.

Las imágenes fueron angustiantes: el agotamiento de la convertibilidad, la violencia política, saqueos, recesión, estado de sitio, marchas, balas, represión policial, muertos en las calles y el helicóptero como un símbolo de incertidumbre y fracaso.

La consigna "Que se vayan todos" condensó el descontento social, la crisis de representatividad y, sobre todo, la exigencia de un recambio. Debatimos si era una consigna reduccionista, si era una demanda de mayor democracia, si era una expresión de la antipolítica y qué articulación política ocuparía ese espacio de retracción institucional con una oferta de institucionalidad nueva.

Veintidós años después, el mismo mensaje reverbera en el aire: "que se vayan todos": una potente demanda de cambio de régimen, pero esta vez institucionalizado, respetando normas de convivencia pública y reglas democráticas, utilizando los instrumentos -toscos y sin matices-, que nos ofrece nuestra democracia imperfecta y siempre deficitaria.

¿Es, acaso, un signo de madurez política? ¿Asistimos finalmente al respeto de un núcleo básico de acuerdos de nuestra sociedad en el que se suspenden, como una suerte de "epojé" política, nuestras diferencias?

El hartazgo es visible. Se detecta en cada conversación en el ámbito del trabajo, con las personas mayores que padecen como nadie la inflación, con los jóvenes que presienten un futuro sin esperanza, con los que más sufren esperando en las filas de Anses la ayuda del Estado. Son aquellos que no sienten sus derechos amenazados, sencillamente porque no los tienen. Ahí también hay un clamor social reprimido que se expresó, claro y contundente, en el balotaje de hace unos días.

La propuesta libertaria de Milei no encandila. Creo que nadie concede demasiado crédito a sus propuestas anarco -capitalistas o a las soluciones improvisadas de lecturas de la Escuela Austríaca. Pero representa una promesa de cambio profundo. Otra forma del "que se vayan todos", sin siquiera la certeza en la mano de que lo viene puede ser mejor. Un patear el tablero institucionalizado.

Hoy, el clamor de expulsar a los que hasta ahora manejaron la escena política troca en el voto a un emergente que logra espejar -con símbolos odiosos como una motosierra- la bronca de la gente por la ineficacia de la política. Nadie representó mejor el cachetazo al sistema. No importaron sus declaraciones misóginas ni sus expresiones hiperbólicas o con furia indisimulada ni sus propuestas inconsistentes. Un electorado agotado por la falta de resultados de la política resolvió borrón y cuenta nueva con la elite dirigente de todos los partidos.

Adam Przeworski, profesor de ciencia política, dice que vivimos en un sistema que institucionaliza la incertidumbre.

Como somos el país de Borges, la realidad política está plagada de paradojas: nuestros mecanismos democráticos entronizan a un outsider sin partido que objeta a la democracia. Javier Milei justifica su notorio desdén con un inaplicable teorema de la imposibilidad de Kenneth Arrow, Nobel de Economía en 1972.

El teorema postula que es imposible diseñar un sistema de votación que refleje la preferencia de los votantes y que cumpla con los requisitos de universalidad, individualidad, transparencia, no dictadura y no unanimidad.

El presidente electo piensa las complejidades del sistema democrático a través de un esquema economicista insuficiente que busca, en definitiva, quitarle valor. Es decir, depositamos nuestras ilusiones democráticas en un presidente que no cree en las virtudes del sistema por el que fue elegido. Somos Aquiles desesperanzados corriendo tras la tortuga, que promete solucionarnos los problemas.

Su inexperiencia y limitada preparación, su partido mínimo más su sesgo economicista alimentan la incógnita sobre cómo gobernará. Por ahora muestra un viraje hacia la moderación y es de esperar que el sistema de contrapoderes ponga frenos a cualquier deriva autoritaria.

Si son ciertos los signos de madurez política que creo atisbar a pesar de la incerteza resultante del balotaje, entonces tal vez sea posible ilusionarse prospectivamente que, vencedores y vencidos, van a mantener el juego político dentro del tablero democrático.

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