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5 de Mayo,  Salta, Centro, Argentina
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Un reclamo que exige un cambio educativo en serio

Jueves, 25 de abril de 2024 01:22

La masiva movilización nacional del martes sacudió al Gobierno y, en particular a Javier Milei, como no había sucedido desde el 10 de diciembre pasado. El meme de un león tomando una taza de "lágrimas de zurdos" es muy elocuente, y está errado: la gente que salió a las calles en todo el país no lloraba, sino que expresaba su voluntad de sostener la universidad y la educación públicas.

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La masiva movilización nacional del martes sacudió al Gobierno y, en particular a Javier Milei, como no había sucedido desde el 10 de diciembre pasado. El meme de un león tomando una taza de "lágrimas de zurdos" es muy elocuente, y está errado: la gente que salió a las calles en todo el país no lloraba, sino que expresaba su voluntad de sostener la universidad y la educación públicas.

La mirada no puede fijarse solo en una minoría de dirigentes con más pasado que futuro, que trataron de sacar provecho de un movimiento genuino, sin choripanes ni transporte gratuito. Algo inalcanzable para ellos.

La palabra "zurdos" muestra esa distorsión visual. ¿Magnates como Sergio Massa, Cristina Kirchner o la dirigencia de la CGT puede ser calificada de zurdos, comunistas, marxistas o algo por el estilo?

El comunicado rubricado por MIlei trató de suavizar el estilo, pero mantuvo un error que puede empantanar el futuro para todos. El texto sigue refiriéndose a "los políticos", que fueron una minoría, e ignora a los cientos de miles de personas anónimas que dieron un mensaje y un llamado de alerta. Ese error se reitera cuando el texto oficial compara la movilización a favor de la educación pública con el impacto que pudiera tener, para el país, la suerte de YPF o Aerolíneas Argentinas. ¿Hubo alguna vez una manifestación espontánea y masiva similar a favor de esas empresas?

La experiencia indica que para Javier Milei es la oportunidad de revisar su visión del rol de la política, de los sentimientos de cada sector de la sociedad y, también, su perspectiva histórica.

Carlos Marx no fue un "barbudo alemán fabricante de pobres". Fue un intelectual del siglo XIX que observó los efectos de la revolución industrial y vislumbró la violencia que se engendraba en sociedades urbanas donde los obreros trabajaban a destajo, sin horario y sin leyes laborales, e interpretó el futuro como el resultado necesario de la lucha de clases. El presidente, en su discurso de Davos, calificó de marxistas a todos los países donde el Estado asumió un rol estabilizador, al garantizar derechos básicos.

Esos prejuicios, por cierto, son tan dañinos como la prédica bolivariana que se instauró con Néstor Kirchner, que Cristina trató de convertir en poesía épica y que, con Alberto Fernández, se convirtió en simulacro.

De ese modo, Manuel Belgrano, Domingo Faustino Sarmiento y Julio Roca, pilares de la educación pública, podrían ser considerados "marxistas" por un libertario, o "cipayos", por un populista. Todo depende del tipo de miopía política que los afecte.

Es cierto lo que el texto oficial reconoce y afirma, que "seis de cada diez chicos menores de 14 años son pobres" y que el dinero público que se desvía de su destino "surge del esfuerzo que hacen la mayoría de los argentinos que viven debajo de la línea de la pobreza".

Y tiene razón. Las malas políticas las pagan los que están más abajo en la escala social. Pero retacear fondos a la educación en todos sus niveles, denunciando corrupciones no verificadas y acusando a diestra y siniestra es arrojar más leña al fuego.

La educación pública es el problema más grave que afronta el país y no se va a resolver con una visión unidireccional. En primer lugar, hay que asumir que la gente siente a la escuela y la universidad como una necesidad vital, prioritaria. Sin embargo, en nombre del ajuste, se la ha reducido a un despacho más dentro de un ministerio de Capital Humano.

Después de medio siglo de decadencia, la calidad educativa solo podrá recuperarse, lenta pero sostenidamente, con políticas adecuadas a las exigencias pedagógicas, a las diversas realidades sociales y a una visión de la sociedad que descarte la idea de que las personas son títeres manipulables como en un videojuego.

Es cierto que hay mucho aprovechamiento político de las universidades, discriminaciones ideológicas inaceptables y enriquecimientos notables de directivos y afines que son parte de una administración sin transparencia. Pero eso no explica ni la crisis del país ni el déficit educativo.

Lo que hace falta es, justamente, transparentar todo en el manejo de los fondos públicos, también los de la educación (con una Corte de Justicia respetada y órganos de fiscalización neutrales), pero despejar también el gran prejuicio de que la política se divide entre los buenos y los malos. No hay nadie, en ninguno de los dos bordes de la grieta, que esté en condiciones de arrojar la primera piedra; pero no es legítimo ni honesto usar las sospechas de irregularidades para poner en duda la estabilidad de la educación pública.

Ese mensaje es el que transmitieron las calles, pobladas de gente que no asistió por los políticos sino porque sintió que la situación toca un punto neurálgico: el futuro de los hijos.

 

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