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Laberintos humanos. Huayco de despachos

Miércoles, 21 de junio de 2017 22:32

Donde el viejo coplero sordo y tímido había acuchillado al brujo obeso que se alimentaba de versos, quedaron tirados cientos y acaso miles de poemas. El perro los olfateó como si buscara entre ellos algo sabroso, pero ninguno fue de su agrado y se echó en el suelo a respirar pesadamente su ronquido.

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Donde el viejo coplero sordo y tímido había acuchillado al brujo obeso que se alimentaba de versos, quedaron tirados cientos y acaso miles de poemas. El perro los olfateó como si buscara entre ellos algo sabroso, pero ninguno fue de su agrado y se echó en el suelo a respirar pesadamente su ronquido.

El viejo alzó los hombros para irse con su paso lento por el huayco donde se entierran los despachos, y sólo quedaba allí yo, mirando aquí y allá tanta belleza desperdiciada cuando el viento se la empezó a llevar con su vuelo raso. Quise retener uno o dos, pero al no poder guardarlos todos me detuve y, mientras salía el sol, vi como semejante cantidad de poemas sobrevolaba el cielo aclarecido de Tilcara.

Los vi volar como palomas de campanario al dar la hora de la misa, los vi caer sobre los árboles y los arroyos, sobre la ceniza de basura quemada o achicharrarse contra las chimeneas de las salamandras, y sonreí. Qué cosa rara, me dije, me puse las manos en los bolsillos y caminé de regreso a mi casa.

Entre las cosas raras que me suceden esta fue de las más extrañas, pero ya no sé si soy yo quien escribe estos Laberintos o sólo los recuerdo, me eché en el colchón y me dormí para soñar que alguien leía un libro de poesía, me le acercaba y sólo podía ver en sus manos la página en blanco. El lector alzaba la vista, me miraba y sonreía.

Al despertarme me hice un mate con pupusa porque hacía frío, me enrosqué la bufanda al cuello, coquié y me dije que acaso algo de esto que les acabo de contar pudiera ser cierto.