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Laberintos humanos. Haciendo magia

Viernes, 23 de junio de 2017 21:22

 

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Cuando Armando me dijo que esas cosas a veces suceden, yo me volví para dedicarle una sonrisa. Lo sé, las escribo a diario en estos Laberintos Humanos, le iba a asegurar pero preferí seguir mirando como ese changuito enrulado hacía magia con la pelota.

Armando se creyó en la necesidad de explicármelo recurriendo a la ley del eterno retorno de Federico Nietzsche, a la teoría del doble que todos tenemos andando por alguna otra parte del planeta, a que acaso fuera el deseo de tantos argentinos materializado por el sólo poder de la necesidad, a eso que los hindúes llaman Maia y nosotros ilusión y que ellos aseguran, como también lo dijera Shakespeare, que es la misma materia de que se compone la realidad, pero también que hay veces en que la naturaleza se equivoca y vuelve a repetir algo que ya había sucedido alguna otra vez.

Como sea, yo lo escuchaba como se escucha la música de fondo tras una película que nos atrae demasiado, y el pibe no dejaba de hacer gambetas, tirar centros perfectos, colocarla en el ángulo o divertirse al llevarla como si la tuviera pegada a su zapatilla, y del fondo de mi garganta y de mi alma salió el nombre de Diego, y para mi sorpresa, que ya parecía sobrepasada, el changuito se volvió como si ese fuera su nombre.

Lo extraño fue que no por mirarme dejó de controlar la pelota como si la dirigiera, no con el pie, sino con la mente, me dedicó una sonrisa y, moviendo la cintura como Maia Plisetskaya, encaró a los otros pibes para zambullirse como si nadie más que él estuviera allí.

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