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Bolivia, la globalización desde abajo

Jueves, 23 de febrero de 2017 22:06

Bolivia no es Venezuela. Como una involuntaria derivación del “socialismo indigenista” impulsado por Evo Morales en consonancia con el “socialismo del siglo XXI” pregonado por Hugo Chávez, Bolivia avanza en la edificación de un “capitalismo andino” que tiene como principal actor a una pujante burguesía aymará, cuyo ascenso modifica la estructura social tradicional del país del altiplano y sus consecuencias políticas son paradójicas, ya que esa fuerza social emergente, a pesar de ser beneficiaria de las transformaciones operadas en los últimos años, enfrenta las ambiciones reeleccionistas del primer mandatario.

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Bolivia no es Venezuela. Como una involuntaria derivación del “socialismo indigenista” impulsado por Evo Morales en consonancia con el “socialismo del siglo XXI” pregonado por Hugo Chávez, Bolivia avanza en la edificación de un “capitalismo andino” que tiene como principal actor a una pujante burguesía aymará, cuyo ascenso modifica la estructura social tradicional del país del altiplano y sus consecuencias políticas son paradójicas, ya que esa fuerza social emergente, a pesar de ser beneficiaria de las transformaciones operadas en los últimos años, enfrenta las ambiciones reeleccionistas del primer mandatario.

Sociólogos y antropólogos examinan este fenómeno singular. En su libro “Hacer sin plata: el desborde de los comerciantes populares en Bolivia”, Nico Tassi y Carmen Medeiros explican un proceso de redistribución de riqueza que no implicó una confiscación de capitales, sino la irrupción de las comunidades indígenas en la economía de mercado, un largo proceso iniciado hace tres décadas con la migración del campo a las ciudades pero que aceleró su ritmo con la política desarrollada por Morales.

En la década del 80, en un movimiento demográfico que evoca lo que había empezado a suceder en Perú con la aparición de los “pueblos jóvenes” en la periferia de Lima, una primera generación de empresarios de origen campesino, que operaba al margen de los circuitos de la economía formal, empezó estableciendo pequeños comercios en las nuevas comunidades urbanas y se hizo cargo de hecho del transporte público y de otros servicios básicos.

Al margen de la legalidad, estos nuevos empresarios instituyeron sus propias reglas de convivencia, basadas en las costumbres ancestrales de la cultura indígena, para garantizar el cumplimiento de los contratos, y se fueron ganando la confianza de los actores económicos ya establecidos. En ese sistema informal, jugó un rol fundamental el microcrédito, que posibilitó la financiación de esos millares de microemprendimientos y su posterior desarrollo.

Arraigada tradición comercial

La cultura aymará tiene una arraigada tradición comercial que en los últimos años aprovechó la “globalización de los pequeños” para constituir una nueva elite económica que disputa el poder con las clases acomodadas tradicionales. El paradigma de esta transformación es lo ocurrido en El Alto, una ciudad satélite situada en la periferia de La Paz, con una población de más de un millón de habitantes, erigida en un gigantesco emporio de comercio minorista y sede de más de 5.600 empresas pequeñas y medianas, que incluyen plantas procesadoras de hidrocarburos y de recursos minerales. Si en Estados Unidos el prototipo de “self made man” era la persona que empezaba repartiendo el correo o como empleado de una tienda, o más recientemente con una “start up” tecnológica nacida en un garage de Silicon Valley, en Bolivia el equivalente de ese proceso es la manta con que arrancan sus ventas en el mercado de El Alto los emigrantes recién llegados a la ciudad. El precio de los alquileres de locales comerciales en ciertas zonas alteñas es similar al de las zonas más cotizadas de La Paz.

El dinamismo de la actividad comercial de El Alto está potenciado por la conexión que estos empresarios de origen aymará establecieron en China. En las agencias de turismo de La Paz se destacan las promociones para viajar al coloso asiático, especialmente para asistir a las grandes ferias comerciales, como la de Guangzhou. En medio de un debate sobre la reforma educativa, un grupo de comerciantes indígenas propuso incorporar en las escuelas la enseñanza del chino mandarín.

El capitalismo popular

El teleférico más alto del mundo, que une El Alto con La Paz, inaugurado en 2014, es una de las obras estrellas del gobierno de Morales. Sus tres líneas (roja, verde y amarilla, los colores de la bandera boliviana) unen El Alto con la elegante zona sur paceña, otrora exclusiva y blanca. “Mi teleférico”, como fue bautizado, modificó el paisaje social de la capital boliviana. Alrededor de 400.000 personas se trasladan diariamente para trabajar de El Alto a La Paz, en una travesía que antes era una odisea y hoy es casi un paseo.

Las fotografías de familias alteñas sentadas en el piso del Megacenter (el shopping, más grande de La Paz) generaron expresiones de repudio en las redes sociales. Ese rechazo a la intromisión indígena en los reductos tradicionalmente blancos fue retratado en la película Zona Sur, de Juan Carlos Valdivia, que narra una versión local del “choque de civilizaciones” e ilustra sobre las dimensiones de esta verdadera revolución social.

Cambio cultural

Pero este vigoroso ascenso de los sectores sociales otrora postergados alentó en El Alto un cambio cultural que tiene ahora una nítida expresión política. La burguesía emergente empezó a modificar sus antiguos hábitos de consumo y a invertir en costosas residencias cuya construcción dio origen a la llamada nueva arquitectura andina, en la que se destaca el protagonismo internacionalmente reconocido del arquitecto Freddy Mamani, inventor del “estilo cholet”, término que combina las palabras cholo y chalet.

Correlativamente, hubo una mutación de actitud política. El orgullo alteño se cimentó en las barricadas de 2003, cuando miles de manifestantes se lanzaron sobre La Paz, junto a mineros con dinamita en la mano, para derrocar al gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, al grito de “El Alto de pie, nunca de rodillas” o de “Ahora sí, guerra civil”. El analista boliviano Carlos Laruta sostiene que “Evo es parte de la rebelión contra la pobreza del neoliberalismo, pero ya se acabó ese tiempo y ahora la gente va a valorar la sensatez”. “Gracias, pero no”, rezaba un elocuente graffiti estampado en las paredes de El Alto para señalar el rechazo a una nueva reelección de Morales.

Este giro se reflejó en las elecciones locales de 2015 cuando Soledad Chapeton, una mujer indígena de 35 años, apoyada por Unidad Nacional, un partido de centro derecha liderado por Samuel Medina Doria (uno de los empresarios más acaudalados de Bolivia), ganó la alcaldía derrotando al postulante del oficialismo, Edgard Patana, un dirigente del Movimiento Al Socialismo (MAS) que iba por un nuevo mandato.

Lo que está claro es que, más allá de lo que ocurra con las renovadas pretensiones reeleccionistas de Morales, la alternativa ya no será la vuelta a la Bolivia blanca, sino el avance de este nuevo capitalismo aymará. En ese caso, la derrota política de Morales lo apartaría del poder, pero no opacaría la trascendencia histórica de su presidencia indigenista.

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